Un hombre y su perro cazaban codornices y otros animales, internados en lo profundo de un lejano bosque. Cerca del mediodía, tras una larga caminata, divisaron una presa. Era muy pequeña, por lo que el hombre, temiendo que su perro la destrozara recogerla, lo ató a un árbol grueso para evitar que lo siguiera. Pocos pasos después, en el linde de una cañada poco profunda, el hombre trastabilló y pisó un pozo oscuro que ocultaba la maleza. Profiriendo gritos de dolor, se precipitó hacia el fondo del barranco con una pierna rota.
Sin posibilidad de ayuda, el cazador pasó varios días tendido en el suelo sin poder moverse, sintiendo la gangrena avanzar por su miembro lastimado, acosado por la sed, la fiebre y el dolor. A lo lejos, día tras día, escuchaba los aullidos y gemidos cada vez más débiles de su perro maniatado.
El amanecer de la cuarta jornada le trajo un rumor de ramas y pedruscos deslizándose por la pendiente y vio aparecer, como en un sueño, a su perro flaco y sucio, moviendo la cola y corriendo a su encuentro.
Las esperanzas perdidas florecieron en él como un capullo de rosa asomando entre matojos de mala hierba.
La primer dentellada famélica del sabueso, certera, se dirigió a su cuello.