Los cuentos empiezan así: un hombre que vive en la calle presiente el invierno y decide hacer algo para que lo manden a la cárcel lo que dure el frío, otro recibe en un callejón una tarjeta de promoción donde solamente puede leerse “puerta verde”; el resto de las tarjetas, esparcidas por la vereda, son de un dentista. Vuelve a pasar por al lado del tarjetero y recibe la misma tarjeta. Una mujer enferma se obsesiona con una hiedra que va perdiendo las hojas en el invierno: cuando caiga la última ‒piensa‒, va a morir (otra vez el invierno, apoteosis del desamparo, de la muerte urbana). El curso que sigue es inesperado, tersamente engañoso, hasta explotar en un final impactante. Pero no nos engañemos, en medio hay un proceso igual de prodigioso, más allá de la efectividad y del remate propio del cuento clásico.
Cuando leí Cormac MacCarthy por primera vez, autor hipnótico, arrasador, advertí un método contraintuitivo, contradictorio quizá. Los hechos más violentos, más sangrientos, que son topos inevitables en los mundos de MacCarthy, son contados en medio de paisajes y situaciones poéticas, a veces tiernas y ligeramente inocentes, que contrastan con los infiernos. Los crepúsculos del desierto que se desgajan como un torrente de sangre. Esa ternura no apaga ni atenúa la violencia, conviven, como lo hacen en definitiva en la realidad. Con O. Henry son la pobreza y la desigualdad las que conviven extrañamente con el humor, con la ironía sagaz e instintiva de un flâneur. Hay una dimensión histórica latente, claro, como un telón de fondo de los relatos. New York de finales del siglo XIX y los profundos contrastes entre la expansión y el crecimiento económico, con la proliferación de barrios pobres de inmigrantes hacinados. Henry se mueve de un lado al otro, del Lower East Side de Manhattan, una de las zonas más peligrosas, a la quinta y 59; desde el pescante del coche al lujoso interior vedado para el que conduce. Si hay temas que aparecen en varias de las historias, son el hambre y la intemperie de seres urbanos rodeados de opulencia. Como en las pinturas de Fasanella, recortes transversales de los edificios atestados, en donde la necesidad y la desesperación se notan sin mayores esfuerzos por mostrarlas.
La prosa es exquisita. Los norteamericanos, a diferencia de los franceses, nos enseñaron que era posible una escritura fluida y directa para llegar al fondo de los temas, de los temas propios de una literatura ontológica. Son los hechos prefigurados en esos relatos llanos, aparentemente sencillos, los que calan la carne y el alma. Por el contrario, O. Henry explora la complejidad, propone una calle más sinuosa para llegar, a veces hasta con un cierto barroquismo amable.
No podía dejar de pensar en nuestros boedistas, tan preocupados por evitar la forma, la pretensión estética, necesaria ‒según ellos‒ para priorizar la denuncia, la vidriera hiperbórea que esconde el dolor ajeno y que hay que desnudar. Sin embargo, más de veinte años antes, William Sydney Porter, O. Henry para sus lectores, ya había superado esas estériles y nimias contradicciones.