La noche que llegamos a Edimburgo no hacía tanto frío como en Londres. Antes de tomar el tren había nevado, desde las torres más altas rociaban el Támesis con limadura de hielo, un río tan gris o verde oscuro que evidenciaba la cortina granulada de blanco que se extendía hasta Westminster. Le cerré la campera y le subí la capucha para taparle las orejas y caminamos lento, casi sosteniéndola en cada paso, hasta que pudimos tomar el taxi que nos acercó hasta el hotel. Sonreía como lo había hecho desde Ezeiza, lo hacía más allá del dolor y de los pensamientos, y la mirada mostraba un placer auténtico, ese brillo fugaz que precede a la sorpresa o a la maravilla. Desde el auto vimos como en una diapositiva veloz la Royal Mille, un pantallazo por el pasado y lejos, por encima de las luces, el castillo que cuidaba en vano la ciudad, como la reja que rodea un baldío. Cruzamos los dibujos de un cuento, las iglesias y las casas que no levantaban las almenas mucho más allá de la copa de los árboles. Habíamos buscado un hotel con ascensor o que nos dieran una habitación en la planta baja, para evitar el esfuerzo; nos mandaron al tercer piso por las escaleras. Se solucionó todo en minutos, pero la idea era que no soportara, además del asedio de la enfermedad, la mirada estúpida y sensiblera de los demás, esa piedad que sólo aparece en la gente cuando el condenado está frente a ellos, como en una misa de cuerpo presente.
La verdad es que ella nunca se prometió ese viaje, ni fue un juramento de los dos ni nada dramático o definitivo. Fue una sucesión de dichos durante todos los años que estuvimos juntos, de expresiones en medio de esas charlas que teníamos sobre los viajes o cuando soñábamos a dónde íbamos a ir antes de tener hijos y comprar casa y auto. Cuando vimos juntos el primer centellograma nunca más tuvimos que hablar de eso, tan sólo seguir como si mañana fuera todo el futuro por delante; en ese momento fue que me propuse ese viaje. Mitad para que se lo llevara a donde fuera que iba a ir después, mitad para sacarla en ese momento de los hospitales y los laboratorios, las preguntas de los amigos y la imagen que empezó a devolverle el espejo.
A la mañana siguiente tomamos el tren a Inverness. Después de los puentes colgantes y el campo que sólo mostraba una sinuosidad impredecible, entramos en el umbral de las Highland. Todo fue cambiando otra vez hacia esos lugares que no parecen de este mundo. Las montañas nevadas, colinas altas que parecían posibles de subir, de cruzar hasta otro valle también atravesado por ríos de deshielo entre los bosques. En las orillas de los arroyos los seres lavándose los harapos, buscando almas entre las ramas marchitas, las de los árboles y las de los hombres, que también se pudren por dentro, mientras por fuera siguen mirando como si estuvieran vivos, congelados como piedras de carne.
No tuvo un viaje cómodo. El traqueteo la mareaba y fuimos varias veces al baño. Temblaba y se le hacía difícil respirar. El plan era tomar un colectivo desde Inverness hasta el lago, pero decidimos no arriesgar. Bajamos en la estación, parecía otra ciudad a la que habíamos imaginado, era más ordinaria y moderna que otras que nos parecieron escondidas en una esquina inmutable del tiempo. Reservamos una habitación para pasar la noche, aunque fueran las cuatro de la tarde; no íbamos a aguantar el regreso a Edimburgo en el mismo día. Dejamos los bolsos en el hotel, alquilamos un taxi y fuimos directo al lago Ness, a hacer lo que habíamos planeado.
Uno va por una ruta ladeada por nogales enormes, bosques que apenas muestran sobre el asfalto una extensión que va más allá de la mirada. Cinco minutos después, a la izquierda del que va yendo desde Inverness, aparece un barrio o quizá un pueblito de casas blancas con tejas de tonos grises que terminan en la primera orilla del lago. Es sólo el comienzo de la masa enorme de agua sitiada por coníferas y más atrás las montañas, como la escenografía pintada en la pared del fondo. Parece un río ancho que se va perdiendo hacia el horizonte hasta una península donde un castillo sobrevive a los inviernos. El agua es también grisácea y tranquila. Esa serenidad del oleaje, casi como si estuviera totalmente quieta, es quizá lo que tienta a pensar que en algún momento va a irrumpir desde abajo la cabeza reptil.
En el invierno el sol apenas sobrevive a la modorra del almuerzo y cuando llegamos al sendero por donde bajamos al claro ya hacía frío. El taxista me guiñó un ojo y me dijo que nos esperaba. Me ayudó a bajarla y nos recostamos contra un tronco grueso, él fumando y nosotros abrazados, mirando el agua.
Siempre nos gustaron los días sin sol, nos ponían de buen humor. Con la tormenta teníamos una felicidad extra, el ruido de los truenos y el de la lluvia cayendo contra la lona del balcón. Ese atardecer no llovía, pero el frío y la oscuridad rasguñando el cielo nos hacían bien, nos traían esa sensación. Ella estaba como adormecida, los ojos entrecerrados sobre el lago. Pude verle en el gesto un atisbo de paz, una señal de serenidad absoluta y trascendida. Quizá fue otro momento en el que no pensó, en el que no se preguntó por el después. Cuando detenía la mirada en algún lugar, casi sin pestañear, era inevitable imaginarlo.
Me apretó la mano sonriendo para sacarme del silencio y con una voz más dulce que débil empezó a recordarme por qué estaba ahí, escondido debajo del lago: que era una especie desconocida por el hombre, un plesiosauro del mesozoico que había quedado congelado en el lecho. Nos reímos como nos reíamos siempre cuando hablábamos de Nessie, porque compartíamos esa ingenuidad, esas ganas de que, a pesar de todo, fuera real. Si las cosas fueran distintas a pesar de todo, si pudiéramos despojarnos de lo inevitable y la regla fuera lo que no debe ocurrir. No hay razones para que ahí viva un monstruo –pensé-, nada en esta vida, más que el deseo. Entonces, como si lo hubiera leído en el aire, giró la cabeza sobre la frazada para hablarme:
-Existe porque sí-
Le pregunté qué había dicho –apenas había podido oír el hilo suave de la voz- y me lo repitió, inequívoca y clara.
-Existe porque sí, porque tiene que existir. Porque sería insoportable que no existiera.
La luz se terminó de ir. Nos enroscamos en la frazada, mirando al frente la oscuridad que se rompía con algún leve brillo en el agua, chispas de estrellas sobre las ondas de la orilla. En la negrura crecía la esperanza de que apareciera justo cuando no pudiéramos verlo, cuando no había testigos que pudieran confirmarlo tampoco. Que se asomara, como siempre, en su plena soledad.
Inverness, febrero de 2017.