Dos cosas llaman la atención sobre Jerome Salinger (Nueva York 1919 ; Cornish, Nuevo Hampshire, 2010). En primer lugar cómo los círculos literarios norteamericanos, críticos y periodistas culturales, lograron desplazar el interés sobre la obra para fijar la atención en su vida privada, extasiados por un supuesto “misterio” generado por ellos mismos y por la presunta excentricidad del autor. La consecuencia de que Salinger se fuera a vivir a su casa de New Hampshire y dejara de escribir, fue un río de tinta de editoriales y notas especulativas, visitas forzadas de periodistas (algunos recibidos por el autor y hostigados cuando se negaban a hablar de su obra para hacer preguntas sobre su aislamiento), y de fanáticos que creían ver en sus libros una respuesta a los “grandes interrogantes de la vida”, a lo que Salinger respondía: sólo soy un escritor de ficción. Entrar a debatir cómo y por qué los relatos de la literatura suelen girar alrededor del “mito” de un autor, generando esta catarata de equívocos y de frivolidades, es un ejercicio ya viejo y sería seguir reproduciendo lo que ya cansa. En el caso de Salinger, como en tantos otros, opera además como una niebla espesa e indeseada porque termina por opacar una obra singular y poderosa.
Pero no sólo por discutir otras cosas alrededor de su nombre, sino porque en virtud de esos mitos, algunos rebuscados y superficiales, cobró importancia una novela que, en comparación con el resto de su breve obra, no hace justicia a su fama. Y ese es el segundo punto. The catcher in the rye, (hubo al menos dos traducciones al español del título, El guardián entre el centeno y El cazador oculto), escrita durante casi diez años, y editada en 1951, fue sensación editorial y crítica en Estados Unidos, con una serie posterior de interpretaciones y lecturas que engordaron su popularidad. Las peripecias y reflexiones de un adolescente de la clase alta neoyorquina dejaron la huella de un lector común. Era para los americanos de postguerra un reflejo de la angustia vivida por todos ellos en su propia adolescencia, el relato del abismo que los separaba de un mundo adulto, cínico por momentos, y aburrido e irreal para el ojo despierto de un joven que desnudaba de alguna manera la hipocresía de una “pulcra” y ascética sociedad americana. Holden Cauldfield, el joven en cuestión, pasó a ser, como tantos otros personajes de la literatura, una entidad ajena ya del concierto de voces de la novela, y quizá de todas las historias de la biblioteca, ¿acaso una versión moderna del bildungsroman?
Una mirada mesiánica del libro, tienta a pensar que los jóvenes al crecer son ovejas que se lanzan imbéciles hacia el acantilado de la vida adulta, y quizá Holden es el guardián escondido, tratando de atajarlas. También tienta a pensar que el modelo desde el cual partió el proceso creativo de la narración, y la constitución del personaje, sea la adolescencia de Salinger. Niño bien, expulsado de varios colegios hasta su paso definitivo por una academia militar, Salinger fue protagonista de esa vida, rodeado de privilegios y caprichos, tanto de sus pares como de los adultos. Después, como decíamos, las cosas comienzan a confundirse entre lo dado y lo imaginado. El asesino de John Lennon con un ejemplar en su bolsillo, lo mismo el que intentó asesinar a Reagan, y el mito que disparó las ventas y que ha convertido a esa obra y al bendito Holden en leyendas.
Pero hay una clara diferencia entre el autor de The catcher in the rye, el hombre que frente al espejo del pasado diseñó el prosaico y mordaz pensamiento de Holden, y el Salinger que volvió de la guerra, el que vio con sus propios ojos el desembarco en Normandía, las resacas del horror del nazismo y de la guerra misma. Algunas fotos inéditas muestran a Salinger escribiendo el original de la novela en un campamento militar en algún lugar de Europa, durante el avance de las tropas americanas hacia Berlín. De hecho fue publicada por capítulos entre 1945 y 1946, antes de su edición definitiva. Existe un abismo, decíamos, entre esa literatura ‒entre Holden, el joven adolescente rebelde, por así decirlo‒, y los personajes que surgieron luego, en el regreso de la postguerra, prefigurativo de una generación de autores que llevaron a la literatura norteamericana al Olimpo. En el año 1949 se publica en The New Yorker, Un día perfecto para el pez plátano, cuento que inicia la serie de la familia Glass, girando siempre alrededor de Seymour, el hermano mayor de los niños superdotados, que se suicida en el impactante y maravilloso cuento, y cuya ausencia presente (vale aquí el oxímoron), marcará la vida de todos. Es en este personaje y en estas historias en donde puede apreciarse la maestría de Salinger, en dónde los temas trascendentales del hombre son puestos en abismo. Es allí en donde también se interpela a la sociedad estadounidense, la locura inaudita de la guerra y sus consecuencias residuales, porque así como su horror es difícil de describir en toda su dimensión, también lo es cuando la destrucción y la muerte ocurren en otro lugar, cuando se lleva el dolor a lugares distantes en donde otros lo sufren en carne propia, y luego llegan sus resabios al lugar de origen, en el trauma de los veteranos y en las ausencias. Historia repetida para un país que respira por los bronquios del belicismo. Un día perfecto para el pez plátano, junto a todas las novelas y textos que completan la saga de los Glass, son todo talento, literatura en estado absoluto de pureza. Fuera de los “relatos” que rodearon a su primera novela, y que quizá empujaron a Salinger a la reclusión, es allí en donde se debe buscar la maestría de este escritor distinto, un hombre que además entendía el oficio como un trabajo obsesivo y riguroso cuyo producto debía ser, inevitablemente, la perfección.