MarceloBritos

Hasta mis ocho años, unos meses antes del mundial en Argentina, vivíamos en Córdoba y Castellanos, a la vuelta de la Estación Terminal. Era una casa grande con terraza, patio y tres habitaciones. Una de esas piezas era de mis abuelos, otra la nuestra y la restante de mis viejos, la que daba a la calle Córdoba. En una de las esquinas había un baldío inmenso en donde solían instalarse los circos, cuando todavía podían tener animales. Se escuchaban los rugidos desde mi terraza y el olor a bosta. No eran sonidos de mi mundo, estragos en la memoria de lo corriente, escalofríos. Cuando había circo y salíamos con mi viejo a jugar al campito de enfrente o a comprar pizzas los sábados, me agarraba fuerte la mano, como si en algún momento fueran a escaparse los leones o los tigres. Durante toda mi infancia imaginé esa escena, película vieja con colores de arena, la gente corriendo, tratando de escaparse de las fieras, saltando tapiales y trepando árboles. Una vez pasó. Fue un puma del zoológico que se escapó de la jaula muerto de hambre y saltó a la fosa de las cabras. Y nosotros tan seguros como ellas, en nuestra jaula, pensando que era imposible que nos llegara.

Nunca tuvimos auto. En el garaje de calle Córdoba guardábamos los libros y las revistas, cajas apiladas como un castillo de letras, Nippur y Dago en las ventanas, doblados y manchados por los hongos negros del olvido. En la siesta me escapaba para leer. Me dejaba caer de la cama e iba cuerpo a tierra, arrastrándome por al lado de los ronquidos. Cuando llegaba al final del zaguán estaba a salvo, detrás del muro de Berlín, en las entrañas de la oficina más sensible del Pentágono. El viejo me dejaba hacer, siempre y cuando no me descubriera; eso lo sabíamos los dos. Un día encontré un libro de chistes mudos de Quino. Uno me llamaba la atención. Era un negro con un lienzo intentado pintar la estatua de la libertad; la tenía frente a él, de modelo. Pero lo que pintaba era un payaso. No pude entenderlo. Le pregunté al viejo y su respuesta fue… “es que los negros ven mal”.

Cuando nos mudamos aprendí a jugar al Tute. Nos fuimos a una cortada en barrio La República. Todo era de tierra. Pellegrini hasta Provincias Unidas y desde Montevideo hacia el sur, incluyendo mi calle. Zanjas y Paraísos, antes del otoño la municipalidad podaba y se armaba la guerra de venenitos. Lo aprendí desde muy pibe, en el club Luchador. Es uno de esos juegos que no se pueden enseñar si no es con las cartas en la mano. ¿Cómo explicarlo? De ahí salieron frases como “te canto las cuarenta”. Gana el que junta más puntos y el que junta menos, en una mano. Los que quedan en el medio, pierden. Por eso se llama “cabrero”, porque alguien te puede obligar a levantar puntos y quedar a medio camino. Hay jugadores que siempre se tiran a más y corren riesgos. Otros especulan y casi siempre van a menos; son los que aprenden más fácil a perjudicar al resto, para no quedar enganchados. Con el tiempo uno va convirtiéndose en un bicho de tal o cual naturaleza, los que pelean por juntar y los que cagan a los demás para ganar. Y por más que el reparto de cartas sea azaroso, esa naturaleza no se cambia.

Fuimos unos de los últimos en la cortada en tener el televisor a color. Al mundial lo vimos en blanco y negro. Recién en el ochenta mi vieja lo trajo de Uruguayana, con un montón de otras cosas. Era un Hitachi, con botones numerados y una puerta gris en donde estaban las rueditas para sintonizar. Chocolates, ropa, cubiertos, artículos de perfumería. Y los botones. Eran de plástico y chatos, como los medallones de menta y chocolate. Venían con calcomanías de los clubes del fútbol brasilero, dos arcos y unas palancas con las que había que apretar los botones para que se movieran con la pelota. Me vinieron el Santos, el Flamengo, el San Pablo y el Palmeiras. Con chapitas completé el torneo sudamericano.    Cuando el viejo miraba cómo abríamos cajas y cajas de porquerías, movía la cabeza de un lado a otro. Le escuché decir como en un rumor, “a alguien estamos cagando con esto”. Bajito, para no tener que escuchar después a mamá. Como en el Tute -le dije, también murmurando- y sonrió.

Nunca pude entender cómo pensaba mi viejo. Pero en el Tute, que es el tamiz por dónde puedo zarandear a la gente para conocerla, él no era de los que van a menos. Si tuviera que armar una mesa en el club con todos los que conozco de esta ciudad –tablones en la cancha de vóley- a él quisiera tenerlo cerca. No puedo decir lo mismo de los demás. Nunca supe, como los otros, cuáles son los límites para ganar o para perder. Cuándo se gana o se pierde, más allá de los puntos que juntas al final de la mano. Qué se yo. Los juegos que quedan en el recuerdo son los que ganan los tipos que se tiran a más con tres o cuatro cartas, sin joder a nadie. Yo no creo en las casualidades. Es algo así como el azar ¿no? Pero la noche que murió el viejo yo estaba jugando a las cartas en la casa de un amigo, después de un asado. Alguien me tiró una carta de mierda, un buscapié, y me dejó a medio camino de quererlo bien, de quererlo completo, sin reclamos ni culpas. Pero sin querer heredé lo mejor. Aprendí de él a ser de esa naturaleza. Y antes de jugar una carta me acuerdo de su cara delante de los paquetes de Uruguayana.

 

Compartí este post:

Marcelo Britos

Marcelo Britos

Escritor Rosarino