MarceloBritos

El resplandor en los ojos

Todos los fines de semana, lleva a su hijo a la casa de la abuela, su madre. No lo hace porque quiera desprenderse de él. El nene se lo pide. Lo prefiere a cualquier otro plan. Incluso está segura de que es lo único que puede sacarlo de estar frente al televisor o la tablet. Fuera de eso, no se consideran demasiadas opciones. Viven en el centro de una ciudad abarrotada de cemento, que parece haber prescindido de plazas y parques, como si estar rodeada de montañas fuera excusa suficiente para acumular edificios sin descanso. No hay espacios verdes sino en las afueras. Es un monstruo húmedo que ha olvidado las medias estaciones. Inviernos intensos y veranos agobiantes. Tampoco hay arroyos ni ríos que la crucen, el mar está al otro lado del país. Pero no es algo que tenga que ver con la región. La ciudad está clavada en un pozo y saliendo de sus márgenes el clima y los paisajes cambian. Apenas se atraviesan los arcos que dan bienvenidas, ya se siente el fresco.
Los viernes llega de la escuela y sube corriendo a su habitación a preparar el bolso. Junta las cosas que le parecen necesarias o importantes, como juguetes, una luz para dormir, galletitas y otras pavadas. Su madre, sin que él lo note, le agrega dos mudas de ropa interior y el cepillo de dientes, además de pantuflas –que nunca usa- y más remeras. Y un abrigo, claro. Entonces baja corriendo y se sienta en el sillón del living a esperar el momento en el que su madre le dice que ya se van. Se le expande la sonrisa por la cara y salta por el parqué, arrastrando el bolso. Es otro chico, repite ella cuando lo cuenta.
Son cincuenta kilómetros desde la ciudad hasta la quinta. De esa distancia, unos diez kilómetros son de una calle de tierra que llega hasta la tranquera. Nace en la ruta y parece chocar contra el cerro más alto; allí, detrás del terreno de la casa, se termina. El monte se va aclarando cuando se acercan, los árboles y las piedras toman forma y aspereza, una piel gris que llueve desde el cielo.
A veces se quedan los dos. Ella pasa la noche y se vuelve a la ciudad al otro día; después vuelve el domingo para buscarlo. Quedarse sola el fin de semana, sin hacer nada más que mirar películas o tomar vino, la hace sentir libre y a la vez segura, porque sabe que su hijo está a salvo, que su responsabilidad está cubierta. Porque su madre es una extensión de ella. Porque es un acuerdo entre los tres -una misma sangre- de compartirse entre sí.
Hay dos razones por las que el nene quiere estar ahí, ella lo ha discutido con el psicólogo y con sus amigos. Dos razones que resultan lógicas tratándose de una criatura de seis años, sin padre, a la que le cuesta relacionarse con otros de su edad. La primera es que la abuela es una mujer cariñosa. Lo consiente. No es de esas personas que están encima, que exageran el apego, ella lo deja ser, apenas lo persuade con la guía de una palabra. Nada de lo que le diga está manchado por el desamparo o el capricho. Le cocina lo que él quiere, porque para ella es una distracción, un motivo para volver útiles cosas que le gusta hacer y que ya no hace. Tortillas de papas, milanesas, sanguchitos de lomo, mirar películas hasta tarde, comprar postres o golosinas. Quizá, en el único momento en el que trata de imponerse, es cuando quiere que se termine los platos que le hace.
La segunda es que en esa casa no tiene más límites que los impuestos por su juicio. No tiene que dormir la siesta, no tiene que recoger juguetes −porque no los hay−, y no tiene fronteras para llegar hasta donde quiera, porque las distancias se extienden a lugares imposibles. La cima del cerro, el camino rodeado de monte, al que nunca se animaría, y a los costados llanura con islas de árboles frescos. El arroyo que baja de la montaña está a unos tres kilómetros y allí suele ir con su abuela, en la calesa. Es un túnel con un sendero cercado por arbustos de moras en arco. Hay que seguir el ruido del agua y algún hilo que corre entre las piedras, hasta encontrar el lecho que en los principios de diciembre alcanza con las lluvias su mayor caudal.
Las tormentas allí son maravillosas, los rayos rasguñan el horizonte y se iluminan los campos como en una noche instantánea de luna llena. No tiene miedo, ni a los truenos ni a los relámpagos, incluso hasta disfruta de ese momento como lo hacen muchos adultos, como un recuerdo fugaz del invierno, abrazarse a uno mismo en el resguardo del techo mientras afuera la naturaleza es despiadada.

La libertad de la siesta es como un eslabón fuerte de este último motivo. La abuela después del almuerzo se acuesta unas horas y él se queda jugando afuera, con el reloj y el mapa a escala de ese dominio sólo para él, sin centinelas ni voces de alto. Ahí están, mientras él pueda verlos, los tigres rodeando las higueras y los naranjales, esperando su distracción para hacerse de la carne. En pequeños cursos de imaginación aprendió a montar trampas con troncos y juncos, a ponerse de espaldas al viento para que no llegue su olor a los depredadores, a caminar por debajo de las ramas frondosas para que los satélites no lo detecten.
La visita lleva consigo algunas prohibiciones disfrazadas de sugerencias, como se suelen pedir las cosas entre ellos. No le permiten, por ejemplo, jugar con fuego. Como todos a esa edad, se ha afianzado en él una fascinación por las llamas, por el poder casi hipnótico que tienen cuando van abrazando los objetos. Aprendices salvajes de pirómanos. En el departamento no puede ni intentarlo, pero con la libertad del campo y la soledad, cuando su abuela está en otra cosa, se vuelve tentador. Las series épicas que consume con obsesión durante la semana, no ayudan. Las trenzas y el hierro entre las chispas, la efectividad del aliento de los dragones sobre los endebles barcos a remo. Lo han visto en cuclillas sobre un hormiguero o sobre una aldea de madera para soldaditos, con el resplandor reflejado en los ojos, una gárgola recién parida por la vagina del infierno.
Tampoco puede acostarse tarde, aunque es impensado para él. Es una de las advertencias formales, pero innecesarias, una convención. A las diez de la noche ya empieza a cabecear en la mesa, mientras su abuela espera que se termine la zingarella de naranja o la fruta. Después van a la cama y es él el que lee las historias de los Grimm, mientras ella, con la mirada atravesando el tiempo, arrastrándose, busca algún recuerdo de los que ya están apenas adheridos a la memoria, con la cinta húmeda y gastada. Los libros de su abuela son los únicos que lee.
La tercera prohibición, quizá la más importante en su conciencia, porque la escucha cada vez que se baja del auto tras cruzar la tranquera, es que bajo ninguna circunstancia puede ir solo al arroyo. Esa seguridad, esa tranquilidad que siente cuando su hijo está ahí, sólo se perturba con la fantasía siniestra del arroyo: piedras desprendidas de la cima que bajan al lecho aplastando huesos frágiles, un grito ahogado y agudo que no escucha nadie, como los que se irán arrastrados por la creciente, después de una de las tantas lluvias en las altas cumbres. El arroyo va siendo con el tiempo, suave y levemente, un deseo irrefrenable que el niño ha logrado, hasta ahora, dominar.
Habrá un último día de esa casa, de esa ingenuidad natural, de la seguridad remota del mundo. Estará jugando con los perros, haciéndoles oler una piel de liebre para que encuentren la madriguera. Lo ha visto en las series, claro. ¿La madre nunca pensó, en tiempo real como en algunas series, desde dónde y cómo podría llegar el disparo que perturbara esa seguridad? Tres aplausos rebotarán contra la ladera del cerro y nadarán en el eco. Se levantará y mirará la puerta de la casa, pero en segundos, por la intensidad del sonido y por la dirección, sabrá que no vienen de allí. Se acercará a la tranquera y verá al hombre, apeado de la bicicleta, también mirando hacia la puerta. Ropa de trabajo, las botamangas angostadas con prendedores de la ropa y una mochila militar. Una gorra de visera le cubrirá los ojos, pequeños alejados de la nariz, como a los costados de la cara. Por lo demás, el nene sólo verá el bigote. El ancho y muñido bigote parecerá ser el resto de la persona. El extraño todavía no habrá visto al crío al momento de dejar la guadaña y el rastrillo contra la tranquera.
Esperará que su abuela se levante después de la segunda tanda de aplausos, pero se perderán solos en el aire, tres disparos sordos en el comienzo abismal de la tierra. Tendrá la necesidad de hacerse ver, de poner el pecho al llamado, más por miedo a que el hombre entre que por cortesía.
− Hola. ¿Está tu mamá?
Lo mirará sorprendido, pero entenderá la confusión y se permitirá responder con solvencia.
−No es mi mamá, es mi abuela.
−Bueno, tu abuela ¿está?
Dudará un segundo y por instinto responderá que sí, que está durmiendo. La presencia de un adulto en la casa le dará un resguardo. El hombre lo mirará esperando que sea él quien dé el siguiente paso. Pero se quedará quieto, como hipnotizado. Entonces el extraño se moverá hacia la puerta, amagando a entrar, y el crío dará dos pasos atrás, nervioso, como preparando la huida. Se parará en seco y volverá a hablar.
−Andá a despertarla, nene. Decile que está el muchacho de la zanja.
Él entrará a la casa corriendo. Abrirá despacio la puerta de la habitación y la llamará en voz baja. No alcanzará a verla en la media luz, sólo un bulto en la cama y el reflejo del sol que entra por los pequeños tajos de la persiana, rebotando en los demás muebles. El silencio es total. Ni siquiera habrá prueba alguna de la existencia de un exterior, sólo la penumbra. Entrará finalmente. Se acercará y podrá verla bien. La cara hacia el techo, casi en el medio de la cama, con los brazos extendidos y la boca abierta. Desde su altura y su posición los agujeros de la nariz parecerán más grandes y oscuros. Debajo de los brazos los colgajos de carne sobre las sábanas. Cuando no hay lenguaje sólo queda eso, una fealdad física que se revela con brusquedad. La volverá a llamar, esta vez con más energía, y no responderá. Le tocará el brazo y la moverá, y no habrá respuesta alguna. Se acercará a la ventana para espiar. El extraño estará todavía parado del otro lado de la tranquera, impaciente. Estará mirando la puerta de la casa y sólo desviará la vista para dirigirla hacia el poniente. Él repetirá una vez más, sin éxito, todos los intentos por despertarla. Se dará cuenta que nunca antes la había visto dormir. Quizá todo lo que está pasando es normal −pensará−, y a una determinada hora, la hora de siempre, se levantará y saldrá a buscarlo para el baño o para tomar la leche. Mirará otra vez por la ventana y lo hará justo en el instante en el que el extraño se mueve. Está empujando despacio la puerta de la tranquera. Correrá aterrado a la entrada y pondrá llave a la puerta. Los perros ladran. Volverá a la habitación y desde allí verá cómo el hombre, fastidiado, toma las herramientas y se monta en la bicicleta, repartiendo insultos sin destino. Ya no lo puede ver desde allí. Quitará la vuelta de llave y se asomará. No habrá nadie más que los perros que le moverán la cola y lo mirarán, como contándole satisfechos que han cumplido con su trabajo. Se sentará en un tronco a acariciarlos. Los animales le saltarán alrededor, mordisqueando las zapatillas, lo suficiente para que no lo soporte más y salga corriendo a esconderse. Les dará el gusto y así estarán jugando hasta el agotamiento. Después volverá al juego que ha dejado a medio cumplir. Buscará la piel de liebre y al momento de encontrarla recordará aquello que lo había interrumpido y lo que había seguido después, todo encimado y fugaz, el Aleph de su universo recién nacido. Mirará la puerta de la casa y se le helará la sangre. Sentirá lo mismo que una vez al deslizarse por la baranda de la escalera en su edificio, un segundo en el que perdió el control y se soltó. Un vacío desde el estómago a los ojos, la mirada escondida de la muerte que no pudo reconocer, porque aún no sabía de sus signos. No será coraje lo que encontrará para entrar, sino una mezcla incontrolable de curiosidad y culpa, y la enorme necesidad de que esa incertidumbre termine, que todo vuelva a su antiguo orden. Sin embargo todo seguirá como lo ha dejado. Quizá entrará menos luz por la persiana y eso lo advertirá del anochecer. La llamará. Esta vez le apretará la mano todo lo que pueda y la levantará y la dejará caer, como si fuera el juego de hacerse el dormido. Estará fría. Le tomará el pulso y serán esas mismas palabras las que se repetirá a sí mismo, para adentro: “tomar el pulso», por haberlo visto y escuchado tantas veces. Pero no sabrá qué es lo que debe percibir en los dedos, ni dónde buscarlo exactamente. Un calor, una vibración. Por eso, por no saber, cuando no encuentre, no se alarmará. Prenderá el velador. La llamará una vez más y si no pasa nada será grave. Pero lo hará una vez porque ya estará decidido. Saldrá corriendo e irá directo a la cocina, a buscar el celular para llamar a su madre. Buscará en la mesada, entre los papeles y la vajilla desparramada en la mesa, debajo de las revistas en el sofá, en el aparador, arriba de la heladera y debajo del televisor, donde están las películas. Maldecirá tener que entrar otra vez a la habitación para chequear la mesa de luz y la cama. No podrá encontrarlo. Cuando revuelva las sábanas las sentirá húmedas. Se olerá los dedos. La cama no parece manchada, pero el olor le resultará familiar, repugnante. Apenas podrá ver la cocina desde allí, la luz natural ya se habrá ido de la casa. Saldrá y se dirigirá al camino, casi sin pensarlo. Los perros lo acompañarán y eso lo hará sentir más seguro. Caminará con la esperanza de llegar hasta el cruce con la ruta y allí hacer señas a algún auto para que lo ayude a recoger a su abuela y llevarla a un sanatorio. Ya todo será sombra, se irá ahogando el fósforo de la atmósfera, se le morirá en las manos, como en las películas de terror. Caminará decidido hasta que no pueda verse los pies. Cuando deje de escuchar las pezuñas de los perros, se aterrará. Los llamará desesperado, con la voz temblando. Y los otros sonidos. Lamentará no haber llevado una linterna o una antorcha. O una de esas cositas que se sacuden y se quiebran y quedan fosforescentes, una jirafa luciérnaga, como las que usan las fuerzas especiales. Todavía podrá distinguir la silueta de la casa, como una mancha más oscura recortada sobre la ladera verde gris. Volverá corriendo. Pensará en un tronco delgado que ha visto cerca del gallinero y la piel de liebre enroscada en la punta. Primero prenderá las luces de afuera y las de la cocina. Allí preparará todo para volver al camino. Ni siquiera mirará el puñado de estrellas, ni la media luna inútil, manchando el Este. Hoy no hay Hansel y Gretel, ni fideos con ajo, ni canciones silbadas en la pesadumbre del lavadero. De vuelta en la habitación, creerá que se ha movido. Los brazos parecen estar en otra posición. Esa novedad lo abrumará, pero también le dará esperanzas. Le hablará desde la cabecera de la cama, temerá dejarla sola otra vez. Se sentará a los pies, con la cabeza contra el filo del colchón. El corazón le explotará, se sentirá mareado y exhausto, dejado al tiempo, aunque sin saberlo no podrá aceptar el destino. No entra eso en las pocas opciones que puede reconocer su experiencia. Después se irá quedando dormido, los párpados pesados. Otra piel le rozará la frente, no será una caricia, será como el tacto furtivo y calculado de una broma. Se despertará excitado, la angustia no lo dejará reconocer el sueño hasta entrar en plena conciencia, pero eso no lo calmará. El olor de los pies nauseabundos, el olor insoportable. Se correrá contra el ropero, pero la vista de toda esa mujer en la cama, la boca abierta, el hedor total de lo viejo, piel vieja, ropa vieja. Se levantará para buscar aire. El zumbido y la pesadez se irán afuera, un viento fresco le sacudirá la cara. Los perros correrán a su alrededor otra vez, uno de ellos con la piel de liebre en el hocico. Se la quitará. Sacará a los animales del gallinero, uno por uno. Atará a los perros a la tranquera y un poco más lejos atará al caballo. Alejará también la calesa con la esperanza de usarla para llegar con los perros y las gallinas hasta la ruta. Pero no se animará a hacerlo hasta la mañana. Todo es de madera, tan difícil no parece. Prenderá la antorcha y empezará por los aleros de la galería. La madera no prenderá, es gruesa, pero cuando la llama entre en contacto con la paja del techo, será distinto. Si pudiera volar, pensará sentado en el tronco, podría ver en la enormidad de la noche, en la oscuridad absoluta del océano de monte, una fogata chispeante, una estrella joven ardiendo en el universo, como aquellos barcos de fuego que se pierden en el mar hacia el Valhala.

 

 

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Marcelo Britos

Marcelo Britos

Escritor Rosarino