«Seis luces. Fernanda Ochoa. Lápiz sobre papel»
Bajé en el andén de Retiro, por ese entonces tenía la edad de imaginar películas y en mi caso lo hacía a tiempo completo. Un espía soviético tomando un tren en Praga, para cruzar a Budapest. Cuando de adulto tomé ese tren me acordé de la película como si la hubiera visto, como si en realidad existiera en alguna cinemateca privada de paladar negro. Las ciudades son indómitas y hostiles y no alcanza la ficción para transitarlas. Las ciudades llevan en su anchura las miradas oscuras de la realidad, las presencias que hacen apretar el bolso contra el pecho en las estaciones. No hay desamparo mayor que dormir en la estación. Yo llegaba para extender un poco más un metejón de las vacaciones de verano; llevaba un bolso deportivo con dos mudas y cincuenta pesos. Pero la historia resultó ser otra, ésta que cuento aquí, unos veinte años más tarde, en un atardecer frío del litoral, sentado en la cocina de casa con el calor de tres hornallas y el gato arrellanado en la falda.
El cuero daba solamente para un hotel en la zona de Constitución, travestis peruanos esnifando merca en los umbrales, las hojas pudriéndose en el cordón. Un edificio marcado por la humedad y el tiempo, un nombre que terminé olvidando porque sí. En la penumbra del hall un turco me dio la llave y me indicó la terraza, allí terminé encontrando la celosía de mi habitación entre otras tres piezas mugrientas, oyendo el paso de las ratas por la chapa del toldo. La noche sin embargo era limpia, las estrellas nítidas y el silencio flojo que temblaba de vez en cuando con el baile de los ventiladores. Era verano, el hedor que ondeaba en la terraza sin viento era insoportable, como de animal muerto.
No hay mucho que decir de lo que siguió. Me duché en el baño común haciendo equilibrio en los charcos y salí perfumado con las pistas que me habían dado por teléfono: “tomás la be en la puerta de la estación del Mitre y te bajás en la facultad de económicas. Mi departamento es a la vuelta.”
La había conocido de madrugada, las luces negras y el alcohol me habían proyectado una imagen más cercana a mi deseo, el pelo cortado apenas por debajo de los pómulos, la nariz y las mejillas con pecas y los ojos de color miel. La luz del día me devolvió algo distinto, pero no fue una desilusión. Se habían ido el tostado de la costa y el gusto de la sal en la piel. Tenía el pelo recogido con un lápiz y el color de los ojos no importaba, eran enormes. Al final las cosas se construyen con otras canteras. Me recibió como si fuéramos algo de muchos años. Lo demás fue ideal, si el viaje sólo hubiera sido ese encuentro. Una pizza en calle Corrientes, una cerveza, las luces. Los besos llegaron al regreso,en el palier del edificio. Cuando empecé a recogerle el vestido para llegar hasta la piel, me agarró la mano.
− A lo mejor mañana, si volvés.
El plato de la película giraba otra vez en el colectivo, camino al hotel. Al final no eras tan invencible, reina del plata, ciudad de la furia. La cruzaba al medio como un conquistador. Ni Pedro de Mendoza ni Beresford. Un espartano de campera azul con arenilla en los bolsillos, un extranjero que habla tu lengua. Me recosté sobre el asiento y con el arrullo del empedrado vibrando en el piso me fui quedando dormido. Me desperté en el colectivo, los músculos de la nuca apretando desde debajo de las orejas, una contractura me atravesaba la cabeza como si fuera una gálea de fibra y sangre. La pesadilla había sido tan vívida que por una fracción de segundo me alegré de estar entero. Aun así, ya en la vigilia, recorriendo las tres cuadras desde la parada hasta el hotel, el mundo no parecía haberse acomodado.
Pasé casi al galope el patio, fusco y húmedo. El aroma a madreselvas que traía de la calle se fue perdiendo al subir las escaleras. Y ahí estaba. Apoyado en la persiana de la pieza contigua, mirando lejos como esperando a cualquiera, a nadie en particular. Tendría unos sesenta años, estaba descalzo y dejaba salir el humo sin empujarlo, como si quisiera esconder la cara en la nube. Usaba un pantalón de pijamas y una camiseta de Banfield. Tenía en la mirada una expresión de suficiencia, de sabiduría natural.
−Buenas noches –me dijo-. ¿Venís de la joda?
Me sorprendió la voz envuelta en las sombras. Tuve el impulso de acelerar el paso para evitarlo, pero sonó tan sereno, con una voz de música al ritmo de la brisa, que no pude hacer otra cosa que responder.
−Vengo de ver a mi novia.
−Vení y haceme compañía –siguió-. Fumate un pucho conmigo.
Creo que la mayoría de los deseos ajenos que suelo aceptar, los acepto por miedo. Quizá después, embarcado a veces en cosas indeseadas o forzadas, pueda encontrar la excusa para evitar la hostilidad o la descortesía. En ese momento tan sólo actuaba por un instinto que no parecía mío. Es ahora cuando pienso que fue por esa razón que me paré a su lado, que prendí el cigarrillo y que lo escuché sin saber qué era lo que vendría.
− ¿Querés caerte de culo? −disparó−. Hace una semana amasijé a un hombre y a una mujer, los quemé mientras dormían.
Ni siquiera me miró cuando lo dijo. Le dio otra bocanada al pucho y cuando vio que yo no podía agregar nada, siguió hablando.
−Escruchamos juntos una estación de servicios en Ramos Mejía, casi cincuenta lucas. Ya sé lo que estás pensando, no me mires así. No soy la víctima de nadie. La mujer no me guampeaba y mi amigo jamás lo hubiera hecho, menos con ella. No quisieron robarme tampoco. Fui yo. Quise más, lo quise todo, así de simple. Así que esperé que se durmieran en el rancho en donde estábamos escondidos desde la noche del choreo, en Caraza. Agarré el seis luces y los quemé.
Lo miré sorprendido. La mentira tiene un halo especial, hay algo en el gesto y en el tono que la delatan. Después a veces lo creemos a regañadientes, pero lo hacemos. Los buenos mentirosos supongo que son los que disfrazan esas señas. Yo no las noté, yo supe que era verdad lo que decía.
− ¿Qué es un seis luces? −fue lo único que atiné a preguntar−.
−Es un fierro. Un calibre veintidós. Tiene seis luces, yo decidí gastar tres.
−Tiró el pucho y con la misma mano sacó un papel del bolsillo.
−Acá está el lugar en dónde está la guita. Buscala y hacé lo que quieras. Mañana ya no voy a estar.
Lo miré sonriendo, los dedos me temblaban, se extendían solos. Alrededor de esa mirada tampoco estaban las señas de la mentira, en lugar de eso la suficiencia y la altanería se fueron desvaneciendo para dar paso a la tristeza, a un dolor iracundo.
− ¿Por qué ahora no lo quiere? Es mucha guita.
−Estiró la mano e insistió con el papel.
−No preguntes tanto, flaco. Hace como decía mi vieja: menos pregunta Dios e igual perdona.
−Le dije que no con la cabeza y me despedí. No recuerdo cómo, quizá le haya agradecido el cigarrillo y el ofrecimiento. Solamente sé que no dijo nada más. Cerré la puerta tras de mí y escuché su portazo.
No pude dormirme. Había entendido aquello de las tres luces que había elegido usar. Sentía un poco de orgullo por eso, pero estaba aterrado. Con el sopor y el miedo me dormí y fueron los golpes en la puerta los que me despertaron por la mañana. Eran dos policías acompañados por el gallego, que trataba de explicarles con la lengua trabada.
−No oficial, este pibe no se cruzó con él. Vino recién ayer.
Lo miré y me devolvió la atención.
−Es el hombre de acá al lado pibe, se pegó un tiro hace tres días, de ahí venía ese olor.
Se me aflojaron las piernas. Me dijeron que me vistiera y que bajara, tenían que sacar el cuerpo. Subían tipos con nylon en las piernas y trajes blancos como en los policiales, juntando cadáveres en los Holiday Inn de las rutas. Hice todo con el mismo mareo con el que me había refugiado en la pieza después de verlo. Bajé tratando de no mirar, pero no pude resistirlo. En la escalera giré la mirada, la camiseta de Banfield y el pijama, una mancha negra en la almohada y en el piso, alejándose de la mano, el calibre veintidós. Pasé mis últimas horas en la ciudad en una comisaría, contando lo que había pasado más de cuatro veces, contando una versión que omitía lo que jamás iban a creerme.
En Retiro todavía no existían los televisores a monedas. Hubieran sido ideales para pensar en otra cosa, aunque creo que nada lo hubiera evitado. Además, apenas tenía para una gaseosa y un triple de miga almidonado que compré en los kioscos de afuera. Sentado en la plataforma, esperando el colectivo, sólo pensaba en ese hombre, no el que había visto al quebrar en la escalera, pálido y exangüe, sino el que me había recibido con un cigarrillo la noche anterior, el hombre cuya mano me había ofrecido un papel que seguramente otro encontraría en su bolsillo.