MarceloBritos

Aquel sábado en el que quedamos con el rubio que al otro día íbamos a ver a Central a Buenos Aires, le dije que sí con la intención de dilatar la situación hasta que todo ese ímpetu –siempre efímero y volátil− se fuera diluyendo con otras cosas de la tarde. Para evitar, en definitiva, la vergüenza de decirle que no me animaba a viajar a Parque Patricios –jamás hubiera podido decir eso−, y que el lunes, cuando nos viéramos en la pileta, pudiera tener la excusa de que nada había estado firme, que me había olvidado o cualquier otra mentira que sirviera para pasar de tema, apenas recibir alguna cargada humillante que no iba a durar más de diez minutos, según la cantidad de gente que pudiera escuchar alrededor nuestro. Alcanzaba con levantarnos al mediodía del domingo y haber perdido el tren de las once que llegaba a  Retiro, más o menos una hora antes del partido. Ese era el plan al momento de aceptar, precario e impredecible, como casi todo a los catorce años.

Falta un detalle que con el correr del relato no va a ser menor: nunca había ido en tren a ver a Central. Nunca me había subido a un vagón en Rosario Norte, como ese mediodía, ni había bajado la vista al piso mugriento del andén cuando el guarda pedía el boleto y después esperaba en el fuelle el arreglo con los muchachos de la barra. Nunca me había saltado los molinetes del subte para llegar a Parque Patricios, ni había caminado por esa avenida empedrada llena de zaguanes y de peluquerías que terminaba en el Ducó.

El rubio era insistente con las cosas que necesitaba, y no necesitaba precisamente un compañero de viaje, ni un amigo. Sencillamente no quería ir solo y mi compañía era ideal para desplegar esa experiencia, esa sabiduría urbana que lo ponía por encima de todos y que en lo que a mi respectaba terminaba en los límites del municipio. Por eso a las diez y media del domingo estaba parado en la puerta de casa, chiflando a la ventana para que saliera a la calle. Mirando fútbol holandés con el café en la mano, tuve que pensar rápido otro plan –precario e impredecible, claro−, para hacer lo que me había resistido a hacer desde la tarde anterior. Y no fue muy difícil, alcanzó con decir que me iba a jugar al fútbol, sin mencionar la hora del regreso. Cargar en la mochila los botines que iban a volver limpios –o arrastrados adrede por la tierra−, las medias y las canilleras que iban a pasear seiscientos kilómetros por nada.

Los límites habían cambiado hacía unos meses, de la forma impredecible en la que cambiaban siempre las reglas que establecía mi viejo. Para esos años los horarios eran estrictos, no se podía llegar después de las nueve de la noche, cualquiera fuera la excusa. Había ligado varios cintazos por media hora y hasta algo menos. Pero un sábado, invitado a un cumpleaños de quince de una piba de la barra y desesperado por saber cómo iba a hacer para irme de la fiesta tan temprano, me dio una copia de la llave y me dijo que podía volver, de ahora en más, a la hora que quisiera, siempre y cuando no pasara más de un día sin avisar a dónde estaba. Así sin más, como cuando me convidó un cigarrillo a los quince para que no fumara a escondidas, o cuando me fue a buscar a la comisaría después de haber caído por cagarme a trompadas con otro –tema de polleras−, y me abrazó sin decirme nada, palpándome con angustia la espalda y la cabeza para ver si me habían lastimado.

Del viaje no podría agregar más de lo dicho, si es que dije algo. Alrededor de las vías hay campo y miseria. El partido fue terrible. Había que ganar para sumar promedio y Huracán andaba más o menos en la misma. Después todos conocen la historia, no la que voy a contar con esta introducción interminable, sino la de Central, que se fue al descenso y volvió una temporada después para salir campeón de primera. Ese domingo fue cero a cero y salimos de la cancha escondiendo las camisetas y las banderas para evitar la bronca, dando tres o cuatro vueltas por calles acordonadas que nos alejaban de la hinchada local y de la boca del subte, esquivando los rebencazos de la montada. Llegamos a otra calle empedrada, techada con la copa de los plátanos que frenaban el sol, el techo de frondosidad le ponía al atardecer un color melancólico y sereno. En una cuadra habían abierto los garajes, tres o cuatro separados por algunos metros, un mostrador y bandejas de empanadas y porciones de pizza fría. De los aleros colgaba una hilera despareja de luces de navidad.

No sé el rubio, pero yo había desayunado ese medio café y me había escapado de casa antes del almuerzo.

Hay un cuento de Manuel Rojas en el que un hombre tiene hambre. Mucha hambre. Camina por el puerto de Valparaíso y desde los barcos, los marineros que lo saben desocupado, le ofrecen restos de comida y viandas. Las rechaza. Tiene un orgullo particular. Prefiere sentarse en un establecimiento, comer y ver qué pasa, antes de aceptar caridad. Como si al ser un local que paga impuestos, con gente que atiende y nombre comercial, formara parte de esa abstracción, tan esquiva y maleable, que es la idea del poder. Entonces se sienta en una lechería, pide un vaso de leche con vainillas y cuando termina de engullir todo se pone a llorar, a llorar de una forma desconsolada y patética.

El puesto de empanadas era el más concurrido, quizá fuera el más barato; a esa hora y con el hambre, la calidad importaba muy poco. Se le pagaba primero a una mujer sentada en la punta del tablón, con una caja de zapatos en la que abollaba los billetes. No había tickets ni números, con los dedos les indicaba a dos pibas, que seguro eran las hijas, cuánto y a quién había que darle. Hacía allí encaró el rubio. No teníamos un peso, no más de lo que habíamos separado para la coima de la vuelta. Fue directo a una de las pibas que administraban las fuentes, en la otra punta del tablón, y le extendió las manos convencido, hasta con un poco de fastidio, como si hubiésemos esperado ya demasiado  para que nos atendieran.

− Cuatro, te dijo cuatro –le gritó, señalando a la caja−. Y le dieron las cuatro empanadas que devoramos a un costado, primero fingiendo cierta desenvoltura, después tranquilos, porque todo había salido con mucha naturalidad, la gente amuchándose cada vez más en el garaje, haciendo que las cosas no se pudieran pensar demasiado. Creo que por eso, porque algo es sencillo y a la vez impensado para otros, es que uno se empacha, se engolosina, se emperra en seguir creyendo que todo se va a repetir de la misma manera. Que todo es igual, incluso nosotros. Se acercó y esta vez lo dijo con más tranquilidad. Antes de dárselas, en vez de confirmar con la caja, las pibas miraron para adentro de la casa. Asintieron y les dieron las empanadas otra vez.

Las comimos, moderando la gula, sintiendo el gusto de cada ingrediente que antes habíamos tragado hasta que llegara el alivio. Las cosas, esas cosas, pasan muy rápido en la experiencia. Cuando estaba con el último bocado lo vi al rubio hablando con los dos tipos. Ni siquiera los había visto salir y un segundo antes él estaba sentado al lado mío, contra la pared en la que se moría el calor de la tarde. No hizo falta escuchar, ni que alguno de los tres viniera a explicarme, alcanzó con la cara del rubio, los ojos caídos, los brazos bajos y las manos abiertas, y el nudo en la garganta que parecía ahogarlo, cuello colorado y compungido. Uno se acercó y me pateó las piernas, despacio pero con desprecio; me dijo que me levantara. Al rubio ya lo llevaban de un brazo por un pasillo que estaba al lado del garaje. No se resistía. Yo podría haber corrido, pero entré también. No hablo de valentía. Lo que hice no fue por ser corajudo, ni por un mandato ético, ni por un resto de fuerza que me mandaba a entender que no podía abandonarlo. Era terror, desesperación, hubiera hecho cualquier cosa que me dijeran para evitar lo que seguramente nos iban a hacer igual.

Llegamos al fondo, un patio con algunos árboles, una camioneta sin ruedas, sostenida con cajones vacíos de cerveza, un perro con las orejas peladas de sarna y una pileta de material. Lo agarraron de los pelos. A mí me mantenían cerca, con el brazo en el cuello para que no torciera la mirada. El rubio pedía por favor, le temblaban las piernas mientras le sacaban la remera y le bajaban los pantalones. Lo doblaron sobre la pileta. Ahora vamos a ver si sos tan vivo. Las pibas a las que cagaste van a venir a mirar. Yo no podía soltar palabra. Pasó todo tan rápido. Podría haber llorado como él, podría haber gritado.

Cuando volvíamos en el tren me pidió por favor que no hablara de eso delante de los demás. Cumplí. Se fue alejando con el tiempo, buscando en otros esa admiración silenciosa que tanto le importaba. El año pasado lo vi en la cancha con uno de los hijos, esperando que algún conocido los hiciera entrar por la puerta del palco; hay personas que no pueden dejar de ser lo que fueron, no es una cuestión de voluntad. Y aquello que yo tenía que callar y que lo hubiera condenado a algún apodo eterno, es tan claro y tan vívido en la memoria que de alguna manera tengo que soltarlo. Conectaron una manguera a la canilla de la pileta y se la metieron en la garganta hasta que vomitó todo. Desnudarlo fue humillante, pero en cierta forma piadoso: pudo volver con la ropa limpia, apenas un poco mojada. Después de las arcadas, profundas y guturales, explotaban todos en risas y burlas. Nunca vi a alguien vomitar tanto. Cuando quedó sentado en uno de los cajones, en pelotas y pidiendo perdón entre sollozos, pensé que había llegado mi turno. Se miraron. El apretón en el cuello se volvió una mano en el hombro. El de la manguera se acercó y me sacó el gorro de Central que tenía encanutado en el bolsillo. Se lo quedó como un botín; ese ritual primitivo. Cuando me empujó para que me fuera, mirándome como un general piadoso y magnánimo, me dijo que él sabía diferenciar muy bien la cara de un pícaro de la de un boludo.

En el cuento de Rojas, cuando la dueña de la lechería lo ve llorando se le acerca y le acaricia la cabeza. Le da un segundo vaso de leche, se saludan como si nada hubiera pasado, y lo deja ir.

En el viaje dormimos. Las luces de esa ciudad sí son lindas de ver, hasta que las vías se van juntando con los muros traseros del conurbano; ahí llega el sueño. De nuevo en el andén de Rosario Norte, despuntaba el sol por el este, me dijo que se tomaba otro bondi porque se iba de un tío; creo que no estaba dispuesto a bancarse el silencio del colectivo, esta vez despiertos y en la luz del día. Cuando se iba lo vi caminar distinto, más cerca del suelo, más desgarbado, mientras yo frotaba los botines y las medias por el polvo que se juntaba en el cordón.

 

Compartí este post:

Marcelo Britos

Marcelo Britos

Escritor Rosarino