MarceloBritos

Estaba en una especie de trance, mirando a un jugador trabar la pelota con la pierna floja, fractura de tibia y peroné, el pie bailando como el de una muñeca pepona. Él ya conocía ese resultado, había sido noticia dos o tres días atrás y estaban repitiendo el partido. Y la imagen estaba en cámara lenta, una y otra vez reproducida desde distintos ángulos. Ese mismo hecho, enfocado desde varios costados, pero transcurrido en un segundo, único e irrepetible. Ya pasó. Fue hace días. El dolor era actual, el dolor de otro, sentido en su propio cuerpo, su tobillo flameando y ese retorcijón intenso y persistente de la fractura.

Se había quebrado el codo derecho en el primario, la broma de la zancadilla en el trote de educación física. Fabián Blasco fue. Si lo volviera a cruzar, ahora de grande. Vos fuiste el que me hizo caer. Me hiciste así, yo te muestro. Te enseño el ruido que hace un hueso cuando se quiebra, como cuando se parte una galleta vieja.

Una variación de luz en la ventana lo sacó del pensamiento, una sombra un poco más oscura que la de los árboles de la vereda estirándose contra el frente. Miró y la sombra no era natural, no había un tono distinto de la tarde ni una nube, era una cara escondida detrás de las cortinas, mirando también –quizá- la secuencia hipnótica de la fractura.  Se levantó rápido y decidido, como para que el intruso se diera cuenta que lo habían descubierto, pero este hombre –barba desprolija, bolsas debajo de los ojos y la boca ligeramente abierta- seguía atento al televisor. A punto de actuar se dio cuenta que estaba en calzoncillos y en medias; llegado del trabajo se había sacado la ropa en el camino al living y así había quedado. Por eso, antes de insistir con el intruso, torció el cuerpo para esconderlo detrás de la misma cortina. Le golpeó el vidrio y ahí sí, el hombre abrió los ojos sorprendido y se fue tropezando para atrás. Lo vio alejarse desde el postigo, las zapatillas no tenían suelas. No le servían a él, eran para que los demás vecinos se quedaran tranquilos: no hay en este barrio un hombre grande caminando descalzo por la vereda.

Se hicieron las ocho y sus amigos tardarían una hora en llegar. Tenía tiempo para una ducha rápida y prender el fuego. Había cortado el césped y limpiado la parte de mosaicos del fondo. Sólo para esas ocasiones se preocupaba tanto por el jardín. El resto de los días le dejaba al azar ese trabajo, que las lluvias regaran, que el sol la reviviera o las quemara, que el viento se llevara las hojas muertas y esparciera por las ventanas el perfume de los pinos o el olor de la mierda de los gatos.

Entró en la ducha. El agua empezó a recorrerle el cuerpo, ese abrazo suave de una materia que no parece terrenal. Una tentación, como la mano de la mujer de otro. Sumó a ese placer el masaje de los dedos, untando el champú en el cuero cabelludo. Toda serenidad y armonía, con los ojos cerrados, dejando que las sensaciones se mezclaran en el cerebro y en la piel, hasta que escuchó ruidos en la cocina, algo que lo sacó, otra vez, del trance. Ruidos de platos, de vasos chocándose, sillas corriendo en el piso, formándose en otro lugar. Aceleró con fastidio la ducha y salió envuelto en la toalla, todavía chorreando agua de las piernas y los codos. No quería mojar las alfombras, así que iba tambaleándose mientras se secaba a lampazos con una mano y con la otra iba agarrándose de las paredes, para no caerse. Cuando se asomó, uno de sus amigos estaba frente a la mesa cortando la carne, ya cosida, sobre una tabla.

− Ahora se te ocurre darte un baño, boludo, cuando ya está el asado. Dale, cambiate y vení a comer.

Sintió calor en la nuca, un sacudón de vacío le recorrió el cuerpo desde ahí. Se ató la toalla a la cintura y se asomó un poco más. En el patio estaba el tablón puesto, todos sentados o pululando con vasos en las manos. Habían puesto luces de navidad pendiendo de un cable que cruzaba hasta el fondo. De la parrilla se soltaba en el aire el humo celestón y suave, el aroma de la ternera asada. Le gritaron algo que no pudo escuchar bien, todos rieron. Entró en la habitación y se sentó en la cama. Estaba ligeramente mareado, le ardían las manos y la cara. Pero no podía decir que se sintiera mal. Miró el reloj, eran las once de la noche.

Esa fue la primera vez. La noche seguiría como si nada, lo que cualquiera puede contar de una cena. Pero para él, con ese disturbio en los sentidos, ese desvío que lo torcía a la sospecha o la perplejidad, la noche iría por otros lugares. Sentiría una molestia permanente. No se animó a preguntarles, por curiosidad y sonando casual, a qué hora habían llegado. Antes de salir el último de los invitados, uno de los que estaba en los autos le gritó: “te queda linda la toalla, trolo”. Otra vez las carcajadas y él, contestando con una sonrisa incompleta, cerró la puerta.

Antes de acostarse, mirando televisión para pensar en otra cosa, sonrió con una ocurrencia: detestaba las películas en las que les pasaba algo extraordinario a los protagonistas y estos seguían su vida como si nada. Si él hubiera cambiado de escena, si su existencia no hubiera sido continua y lineal, todavía estaría rompiéndose la cabeza para entender qué había pasado en el baño. Eso debe tener un nombre, pensó. Desviando la atención de la pantalla, prendió el teléfono. Cuando pasa algo que no encaja, no en la escena o en el relato, sino en el acontecer de las cosas. Probó varias fórmulas en google. Alguien en un libro lo llamó Jamais vu −lo contrario al Déjà vu−, algo jamás visto.

Se despertó y acarició el lomo del gato para ver si estaba lloviendo. Una claridad blanca intentaba meterse entre las cortinas. Puso los pies en el parqué y buscó con los dedos las pantuflas, imaginándose con la tasa de café en la mano y las medialunas del barcito de adentro del supermercado, ceremonia dominguera que se exigía desde la separación. Iba lento, arrastrando los pies y esquivando al animal que se le enredaba, cuando sonó el teléfono en la mesa de luz, un llamado invasivo para ese día. Atendió con reparo, el compañero le decía que estaba media hora tarde, que podía esperarlo hasta una hora más si él lo reemplazaba al otro día. A todo dijo que sí y cortó, sin pedir explicaciones que sabía que no llegarían o que al menos no podrían conformarlo. Era la segunda vez y esta le había comido el domingo.

Iba a llamar para decir que estaba enfermo, necesitaba hacer algo con lo derrumbado. Tenía que pensar. Llamó a su terapeuta para adelantar la sesión, pero no le atendía el teléfono. Algo muy parecido a la desesperación, porque nunca la había tenido, empezó a aplastarlo. Antes de marcar el número del trabajo, un pensamiento se le cruzó. Quizá fuera la casa. Las dos veces las cosas habían pasado –o mejor dicho, no habían pasado- en esa casa. No imaginó buscar a los dueños, mirar en internet la historia del lugar, nada de lo que también veía en las películas. Salió con miedo, poniendo llave y mirando para atrás como si dejara algo encerrado. Afuera era lunes, claro. Los autos y la gente desfilaban, el ruido era de ese día y le confirmaba el salto.

Entró al consultorio nervioso, pero una sensación de alivio le rondaba el ánimo. Las cosas habían cambiado para bien cuando había logrado comunicarse con la psicóloga. Le dolía la cabeza como si hubiera tomado toda la noche y los hombros le pesaban, el aire una frazada embolsando los escombros de toda una vida, la suya y la de todos los que lo rozaban por la vereda.

− El fin de semana me pasó algo muy extraño −empezó−. Estaba en casa por recibir a unos amigos a cenar y decidí darme un baño antes que llegasen. Sentí ruidos y me asomé, y ya estaban en la cocina preparando la mesa, la carne ya estaba lista, como si el tiempo hubiera dado un salto.

La psicóloga lo miró como si le hubiera contado algo absolutamente normal. Esas reacciones a veces lo abrumaban.

− ¿Fue un sueño?

− No, estoy seguro que no, porque uno de mis amigos, cuando me vio, me dijo: “cuánto tardaste en el baño” o algo así.

− ¿Y usted se había ido?

− No, estaba en el baño

− ¿Y dónde más? porque con sus amigos no estaba

Se acomodó en el sillón, mostrando fastidio.

− No sé. Creo que usted no me entiende. Lo que cambió fue el tiempo fuera de mí. Yo estaba en el baño, no hice nada que pudiera tardar todo ese tiempo.

La psicóloga buscó en el cajón una birome y empezó a hacer anotaciones en una carpeta que llevaba su nombre, como siempre lo hacía. Afuera una leve oscuridad se posaba sobre los edificios, unas nubes que se esparcían con la textura de una tormenta.

− ¿Y de qué hablaban sus amigos?

− No sé, le dije que no estuve todo ese tiempo. Desde las ocho que entré al baño hasta las once que salí, no estuve ahí, el tiempo ese no estuvo ahí.

− Bien, entiendo. No se sobresalte, estoy tratando de encontrar un camino en esto. El tiempo no se puede haber ido sin que usted lo percibiera de forma consciente. Le reformulo la pregunta: ¿de qué suelen hablar con sus amigos en esos encuentros?

− No lo sé, supongo que de fútbol, de política, no sé.

− No estaba, por eso no sabe.

No le respondió. Se miró los pies y dejó que el silencio los atravesara.

− Cuándo su amigo le hizo esa pregunta ¿qué pensó?

− Pensé en que estaba frente a algo imposible. Es decir ¿cuándo habían llegado? No los había visto entrar. Después, cuando vi todo listo, que ya estaban instalados, fue muy confuso. Y cuando miré la hora, ni le cuento.

− Es decir que ni los escuchó. Y su amigo le marcó su ausencia ¿Dónde estaba?

−Estaba bañándome. Y sé qué es lo que  está tratando de hacer, y no la culpo. Necesita una respuesta racional a esto, tanto como yo. Está tratando de decirme que en realidad me dormí, o que de alguna manera estuve ausente en esas tres horas. Pero yo no me fui a ningún lado, ni dormía. Estaba en el baño. Como si adentro del baño el tiempo corriera de una forma, y afuera de otra. Además no fue la única vez que me pasó algo así, al otro día se repitió.

Se reclinó hacia adelante para escucharlo.

− ¿Algo así cómo? Sea más específico.

− Que no entiendo cómo y cuándo llegué hasta un lugar, como si me faltaran partes de una secuencia. Después de que se fueron me tiré a dormir un rato. Sonó el teléfono y era mi compañero de trabajo, diciéndome que estaba llegando tarde. Al principio lo mismo, pensé que me había quedado dormido, pero tenía la sensación de que algo raro pasaba. Y lo raro era que debía ser domingo y era lunes, el domingo me había pasado por el costado. Algo así, es como si hubiera saltos en el tiempo, lagunas, olvidos, no sé.

− Pero en ese ejemplo que usted cuenta sí estuvo dormido, puede haber dormido todo el domingo sin saberlo.

− ¿Veinticuatro horas enteras más las horas del lunes? ¿En serio?

− ¿Y usted recuerda cuándo fue la primera vez que advirtió que esto le pasaba? Lo menciona con más extrañeza que angustia.

− ¿Usted no se sentiría rara? Tampoco me parece que preguntarse por algo que en un momento resulta extraño, fuese tan extraño. Parece un trabalenguas.

− Lo extraño no es preguntarse, sino el tiempo que hace que esto le sucede y la cantidad de veces, la repetición de lo mismo.

Se molestó, sentía que la conversación no iba hacia nada que pudiera aliviarlo. Ahora no sólo él estaba confundido, también los que lo rodeaban, como si en la metáfora del mundo de ciegos, el único vidente fuera un imbécil o un loco.

− Lo único que me queda para aferrarme es que esto realmente ocurrió, sino se me va a desvanecer la vida, todo. Necesito que usted me de esa seguridad, no que me la quite.

−Lo entiendo. Pero usted formula certezas que por momentos no parecen tales. Habrá que seguir avanzando en esto que trae.

− ¿Ya está? ¿Y esperar quince días?

− Si usted lo necesita nos podemos ver antes. Tiene el número de la psiquiatra que le recomendé. Véala para que le recete ansiolíticos, hasta que le podamos encontrar la vuelta a esto. No sufra en vano, ¿sí?

Pasó la semana con mucha ansiedad, vigilante permanente del tiempo y de alguna señal que pudiera darle el entorno, la mirada de los otros o los mínimos detalles que temía encontrar en una noticia o en un cartel. Llegó el sábado, en su trabajo había una cola de cuarenta personas esperando para comprar un boleto. Le había tocado el turno de la tarde, el más liviano, y aun así no paraban de juntarse. Todo el mundo volvía a sus pueblos, a la vieja habitación, a las calles de siempre, donde todas las vueltas solían terminar igual y seguro. No había probado bocado desde la noche y la acidez del café le ardía en el pecho. Cuando saliera de la boletería enfilaría derecho a la pizzería de la esquina. Entre Casilda, asiento doce, Los Molinos y Arteaga, se atravesaba una porción de mozzarella. Una mujer le dio el dinero y el documento por debajo del vidrio. Dijo Arequito. Estaba nublado y la claridad opacaba los colores de la calle. Ojalá llueva, pensó. Un cántaro constante, flameado por el viento, lavando la hilera de taxis que esperan en la dársena de calle Santa Fe. Le gustaba ver a la gente corriendo en las tormentas, las pibas que llegaban a estudiar a la ciudad, descalzas entre los charcos. La mujer le pidió que le prestara atención, que se apurara porque el servicio salía en diez minutos. Le imprimió el boleto y guardó el dinero en el cajón. Levantó la vista y la cola ya no estaba. Una oscuridad plateada se le abría por delante. Salió despedido desde atrás de la ventanilla, recién vio la noche en los vidrios cuando se asomó al pasillo. Los corredores tenían el vacío de la madrugada.

Cerró el puesto y fue directo a la parada de taxis. Las calles estaban mojadas, el agua todavía corría por los cordones. Iba al lugar en donde se suponía más seguro y sin embargo donde más extraño se había sentido desde el episodio en el baño. Llegó y encendió el televisor, para ver la hora y la fecha. Se fue durmiendo en el sofá, un viento helado lo arrumaba, la casa había quedado abierta y el aire la había invadido, la cruzaba por avenidas invisibles, meciendo cortinas y papeles sueltos. Esta vez se dejó llevar por el sueño sabiendo que al despertar habría hecho otro salto. Se entregó. No dejaba de tener miedo, de tolerar apenas la incertidumbre de cuánto sería esta vez, pero estaba consciente. Ya no le importaba el tiempo que había vivido sin recordar o que directamente había perdido, sino el que podría llegar a perder. No había patrones que se sostuvieran, sólo que no iba hacia atrás. Lo creyó lógico, lo vivido ya estaba así, no podía tener dos recuerdos de una misma cosa. Por otro lado, la posibilidad de que fuera la casa el espacio anómalo se había diluido esa misma tarde, en la ventanilla de la boletería. Y los saltos variaban. Unas tres horas la primera vez, después un día entero y esa última se había acortado, quizá una tarde. Esa falta de un patrón lo incomodaba y a la vez le causaba gracia, que en medio de un torbellino de extrañeza le molestara que lo impredecible no tuviera un orden. Se durmió. Uno de los gatos le olisqueó las manos y las piernas un buen rato, antes de treparse a la falda, como si no lo conociera.

Se despertó. Los músculos de la nuca le apretaban desde debajo de las orejas, una contractura le atravesaba la cabeza como si fuera una galea de fibra y sangre. La pesadilla había sido tan vívida que por una fracción de segundo se alegró de haber abierto los ojos. Aun así, ya en la vigilia, el mundo no parecía haberse acomodado. Buscó el teléfono para iluminar el living y no pudo encontrarlo. La superficie que palpaba no era la de su sofá, parecía estar tocando cartones y bolsas sobre algo duro. Se incorporó de un salto y se mareó. Cuando recuperó el eje del cuerpo, sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y empezó a distinguir las cosas que lo rodeaban. Definitivamente no era su casa. No había techo, estaba en un espacio de paredes altas cuyo filo se perdía hacia arriba; todavía era de noche. A los costados había toda clase de objetos, herrumbrosos y  descompuestos, un colchón sin forro, bolsos agujereados llenos de libros y de ropa, todo apilado sobre las baldosas. La luz más clara estaba lejos, siguiendo una de las paredes. Cuando se alejó de todo, para tomar perspectiva, se dio cuenta que estaba en la entrada de una tienda cerrada. Ya seguro de eso empezó a mirarse a sí mismo. Los pantalones estaban mugrientos, tenía un pullover deshilachado y encima un abrigo que le sobraba de todos lados. Fue hacia la luz. Después de hacer unas cuantas cuadras pudo ubicarse, y decidió enfilar para su casa. Estaría a unas quince cuadras. Caminó cinco minutos y completó el cuadro en la mente. Restaba nomás juntar las piezas y desahuciarse. Volvió a la puerta de la tienda y abrió los bolsos. Eran sus libros. Era su ropa sucia, mezclada con los libros, elegidos en un azar que no entendía. Arrinconó todo y enfiló otra vez para su casa. Se acordó del placer de caminar de madrugada, con las calles vacías y los grillos avisando en las esquinas. Pensando en eso, al doblar una, un golpe de sirena lo frenó en seco. Vio el reflejo de la luz azul recorrer en círculo las casas dormidas. Se bajaron del patrullero una mujer y un hombre, el último revoleando la macana, un banderillero borracho, perdido en el desfile nocturno. Le pidieron el documento. Lo revisaron tanteándolo con la macana y con cara de asco. Le preguntaron a dónde iba y les respondió que a su casa. Rieron.

− ¿Se te rompió la ducha en tu casa, amigo? No podés andar yirando por la calle. ¿Dónde parás, dónde tenés los bagayos?

Las caras cambiaron. Se miraban serios, amenazantes, una batalla de los ojos, los rayos invisibles cruzándose en el círculo gregario del silencio.

− Vivo en calle Ocampo entre Chacabuco y Necochea. Llévenme y van a ver. Sino déjenme en paz. No estoy haciendo nada.

Cuando se alejaba el patrullero tuvo, por primera vez en la noche, quizá en la semana −ya no podía medir el tiempo−, la sensación de una partida ganada. La primera ventaja. Bordeó el cordón por el halo de luz del mercurio, mirando el túnel de autos estacionados, puertas, edificios que brillaban tras el aura gris de los plátanos, y el final invisible que se perdería en la vista oscura de las islas. El barrio se anunciaba con terrazas, la noche se espesaba. Se paró frente a la casa y vio luces en las ventanas. Alguien veía televisión, como lo hacía él antes del sueño. Quizá había dejado el televisor prendido antes de irse. Buscó las llaves inútilmente. Fue acercándose despacio, los gatos no estaban en el alero esperándolo, para que les diera de comer. Algo había cambiado en la fachada, el color no era el mismo. Se asomó a la ventana. Un hombre y una mujer fumaban, hipnotizados con el flash de la pantalla. Les veía los perfiles iluminados, el humo que borroneaba el fondo de la habitación. La voz aguda y suave lo sobresaltó. La nena estaba en pijamas, parada en medio del living, con unos juguetes en la mano. Lo miraba con los ojos bien abiertos, aterrada.

− Mamá, hay un hombre en la ventana.

Oyó el revuelo adentro. Salió caminando para atrás y se dio vuelta casi en el aire y después intentó empezar la carrera. Sentía el cuerpo pesado y eso lo desesperaba, la escena de toda pesadilla donde las piernas no responden en la persecución, lobos o tigres, o los viejos miedos en cuerpo, guadañando el aire por detrás. Antes de la esquina sonó otra vez el golpe de sirena. Con suerte no lo habrían visto, pero eso era imposible. Lo sabía, de alguna manera, como sabía lo que iba a encontrar en su casa, o cuál era el lugar en donde había despertado y cómo había llegado ahí. El patrullero lo sobrepasó y a la vez una mano lo empujó y cayó de boca contra las baldosas. Los golpes empezaron a tronarle en la espalda y en las piernas, al ritmo de los insultos entrecortados por la agitación. Un golpe, un insulto, un golpe, una respiración. Cerró los ojos. Masticaba sangre y odio cuando se desvaneció.

Estaba esposado al caño de un radiador viejo. El brazo izquierdo vendado. Un sabor metálico en la boca y un calambre en todo el cuerpo, con oleadas de dolor más intenso en la cabeza. Empezó a llorar despacio, primero quiso soltarlo y cuando entendió que era demasiada la congoja trató de contenerla, pero no pudo. Temblaba y las lágrimas caían a borbotones. Una enfermera se acercó para consolarlo. Le acarició el hombro y le dijo que iba a terminar todo pronto. Vio salir a la mujer policía por detrás de un mostrador, acompañada por uno de los médicos. Lo liberó y lo llevó por el corredor, entre camillas y puertas vaivén. Apenas podía caminar, apoyado en la mujer. Arrastraba los pies y cada movimiento era doloroso. Lo subieron al patrullero. Pensó que esos dos que lo llevaban, que le habían preguntado antes de arrancar si estaba bien, eran los que le habían dado una paliza hasta dejarlo inconsciente. Te avisamos, le decían. Te dijimos que te la íbamos a dar. Pero en ese momento, desde que habían salido del hospital, parecían otras personas. Toda palabra ahora se mecía con cierta piedad condescendiente. La mujer lo miró por el espejo retrovisor.

− Sabemos que hace mucho vivías ahí. La gente no quiso hacer la denuncia porque te conocen. Bah, saben lo que te pasó. Nosotros creíamos que querías afanar o algo así. Pero igual te tenemos que llevar a la jefatura. Vas a estar una noche o dos, hasta que el juez diga qué hacer.

Se recostó en la cuerina y cerró los ojos varias veces, y cada vez que lo hacía era con la esperanza de despertar en otro lugar, que el dolor se fuera o que terminara todo. Cuando se apagaron las luces ya no se oyeron voces. Abrió los ojos. Alrededor suyo otros hombres se levantaron y desarmaron los camastros en silencio. Los vio entredormido, y no hizo falta comprobar que ya no estaba en la patrulla, y quizá eso lo tranquilizó, como quien viaja para alejarse de algo y siente que el vehículo arranca, aun sin saber cuál es el destino. Los demás seguían  durmiendo. Afuera el verano apretaba la garganta de los pájaros, miles de ellos y de ranas y de insectos de luz que aleteaban alrededor del mercurio, partiendo el caos y la quietud del sueño. Se dejó caer de la cama y se quedó inmóvil, aferrado a la pata de madera. Arrimaron dos colchones a la reja, los pararon uno al lado del otro y los encendieron. Primero una diminuta llama azul fue abrazando las costuras y se avivaba en los hilos, amagando a morir en la extensión de la tela. Pero de a poco el gobierno del fuego fue total, se iluminó el pabellón y en el fondo saltaban desde las camas y gritaban exaltados, cuervos hambrientos buscando la brecha de la jaula. Empezaron a golpear los barrotes con los tarros hasta que ya no soportaron el calor, las chispas envolvían la abertura, una constelación amarilla y brillante que desaparecía y volvía entre el clamor, una tormenta encendida apretada en un frasco opaco de cielo raso. Acercaron más colchones. Algunos intentaban pararlos pero nadie les hacía caso, y los que lideraban la revuelta ya estaban casi ahogados por el humo y no podían salir entre la multitud que los apretaba contra los barrotes. Las paredes ardían y el fuego nacía en las maderas de los camastros, lejos de los barrotes, como si se hubiera arrastrado por el piso sin que nadie lo advirtiera, un apache acechando el bosque de los parcos salvajes. Como pudo se acercó al frente y empezó a llamar a los guardias, desesperado, pero el fragor de las llamas no le dejaba ver por los espejos de los ángulos, nadie sabía si ya se habían enterado, el humo era una extensión que bajaba como un techo movedizo, una niebla de arena que les tapaba los pulmones y los quemaba por dentro. Decidió retroceder hasta el fondo, pero el calor no cedía. La nube estaba a un metro del suelo y sólo algunos entendieron que la única esperanza era tirarse al piso y rogar que entraran los guardias. Las únicas canillas del pabellón y el inodoro no tenían agua. Para cuando tocaron la pared de atrás, los camastros de la mitad del pabellón ya estaban encendidos, y en el matorral de llamas que veían desde allí ya no podían distinguirse las rejas ni los que habían quedado en el camino. Sentían en el aire el hedor inconfundible del pelo quemado.

Los guardias miraban desde el extremo del pasillo, veían las manos asomarse entre el halo naranja y los barrotes, y se oían los gritos, difusos y atropellados entre el rechinar de los camastros. Les habían dicho que esperaran, que no entrasen hasta que llegaran los bomberos. Ya no se veía nada en la profundidad del pasillo y trataban de imaginar, en el reflejo que se proyectaba en la pared frente a la puerta del pabellón, las sombras chinas, el teatro a escala de la vieja barbarie. Les llegó también el olor del pelo quemado y un silencio pausado y después definitivo precedió al impulso de todos, como si el miedo hubiera llegado de pronto, llevándose las dudas. Corrieron hasta las rejas, pero cuando llegaron no supieron qué hacer, algunos miraban el fuego cubriéndose la vista con los brazos, otros pateaban la reja después de quemarse las manos al querer empujarlas. Llegaron otros con matafuegos, pero no funcionaban, apenas una andanada breve de polvo blanco que se perdía entre las llamas. Pudieron conectar una manguera en el patio por una de las ventanas del pasillo y con un chorro delgado trataron de enfriar los barrotes para poder abrir la reja. Cuando lo hicieron, cayeron hacia afuera los resortes de los colchones al rojo vivo, brasas que no dejaban distinguir a qué objeto habían pertenecido antes de transformarse, y los primeros cuerpos que aún mostraban la carne que las llamas sólo habían chamuscado. El vapor los abrazó y los hizo retroceder, otra vez la niebla espesa bajando sobre la luz. No podían avanzar, el calor era intolerable. En el fondo se veían lenguas vivas que seguían alimentándose, chispas que saltaban en la sombra. No fue hasta la entrada de los bomberos que pudieron llegar hasta el fondo. Los cuerpos estaban acurrucados contra la última pared, algunos habían tratado de cubrirse con maderas y hasta con mantas, y estaban en posiciones extrañas, en cuclillas o con los brazos cubriendo la cabeza.

Un policía de la penitenciaria la llamó por el nombre cuando bajó del ascensor. Le dijo que lo acompañara y no le dio demasiado tiempo para que reaccionara, avanzó a zancadas hacia la escalera y siguió dos pisos abajo, hasta la morgue. Había ido al hospital a hacer consultorio y bajaba al hall para firmar el ingreso. Nunca había visto a ese hombre y nunca había bajado a los subsuelos. Pensó que quizá tenía que salir de testigo de algo, pero en el camino empezó a dudar. Se frenó antes de cruzar la puerta de la sala y el policía también lo hizo.

−La están esperando −dijo−. No tenga miedo.

Le respondió serena, tratando que la voz se sostuviera segura y eficaz.

−Discúlpeme oficial, es posible que haya una confusión. Yo soy psicóloga, hago consultorios acá los jueves, los que me derivan a veces del centro de salud, por una cuestión de espacio. Pero no tengo nada que ver con el hospital y mucho menos con patología forense.

− ¿Su nombre es el nombre que le dije en el ascensor?

− Sí, es mi nombre.

− Entonces no hay ninguna confusión, doctora. Pase que la están esperando.

Había varios policías y personas de civil, bien vestidos o con camperas con siglas en el dorsal. Caminaban por pasillos entre los cuerpos, sacando fotos y dejando papeles sobre las bolsas o los bultos. Las camillas estaban todas ocupadas y el resto de la sala estaba llena de cadáveres esparcidos por el piso, sobre bolsas de plástico o sobre frazadas. Buscaban espacios entre uno y otro para poner los pies y llevó tiempo llegar hasta el grupo principal. Le repitieron su nombre y lo confirmó. El olor era insoportable. Le dieron un pañuelo húmedo que olía a menta fuerte. Los acompañó hasta una de las camillas. Pensó en su hijo. Un roce helado, ominoso, le apretó la columna. Se le aflojaron las piernas y la sostuvieron. No podía hablar. Un puño de nervios le apretaba la garganta. Le corrieron la manta al cuerpo. Cuando vio que era un hombre adulto se tranquilizó. Pero vio algo familiar en la cara, un signo que se fue haciendo más claro con la contemplación, cierta forma de los ojos y la boca.

− ¿Lo reconoce?

− Sí, fue paciente mío hace varios años −respondió−. ¿Cómo llegaron hasta mí? ¿Por qué yo?

− Tenía en el bolsillo una tarjeta suya, con el nombre de otra doctora escrito atrás. Una psiquiatra que ya no vive más acá.

− Sí, sé quién es.

No quiso preguntar qué le había pasado. Sacó sus conclusiones de algunas cosas que escuchó, y con esa información le alcanzaba. Preguntar directamente era hacerse cargo de una muerte, de todas esas muertes. Era prender el fuego otra vez. Tuvo la sensación de que ya no había luz. Pensó que en los subsuelos siempre era de noche. Cuando emergió al hall lo confirmó. Los familiares dormían en las sillas de la sala de espera. Una mujer con las manos vendadas, en una silla de ruedas, esperaba en un rincón. Afuera estaba fresco. Se sentía rara, las cosas que la rodeaban parecían de otro momento. Cuando subió al auto y vio el reloj se sorprendió. Se preguntó, inquieta, cómo había pasado tanto tiempo.

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Marcelo Britos

Marcelo Britos

Escritor Rosarino