MarceloBritos

Las pulseras de oro no se ponen verdes

Cuando me junté por primera vez con una mujer, con la decisión un poco endeble, al menos de mi parte, de mudarme a su casa, hizo el mismo gesto de resistencia que solía hacer cuando yo era chico y le proponía alguna transgresión a las reglas establecidas, como salir a la hora de la siesta o ir a jugar al fútbol un día de lluvia. La diferencia es que por entonces acompañaba el ademán con la frase “hacé lo que quieras”, y ese mediodía solamente sonrió y me deseó suerte. Me fui con una sensación ambigua, claro, de que me estaba liberando de algo, pero que a la vez estaba cometiendo un error. Un tiempo después, cuando parecía que ya lo había aceptado, fue por todo. Como si hiciera un esfuerzo para darme el gusto en algo que notoriamente no la convencía. No tenía términos medios. Le había regalado a mis dos hermanas una esclava, pulseras delgadas de oro que bailaban en las muñecas y que por el nombre y el tintineo me hacían acordar al cuento de Mujica Laínez. A la tercera o cuarta vez que fuimos a comer le regaló una a ella también, “como a mis hijas” le dijo; y yo miré la escena desconcertado e impotente, como quien escucha un engaño ajeno a través de la pared.

Me separé después de seis años, no fue nada amable ni sereno. Me volví a Rosario con mis libros, un televisor y una computadora vieja, en donde estaba escribiendo mi primera novela. No nos hablábamos hacia tiempo. Me había hecho algún comentario pernicioso sobre el hijo que estaba criando, que no era mío y que debía tener uno propio. Creo que desde el mediodía en el que se lo conté y me hizo ese gesto, todo lo que dijera y que tuviera que ver con mi vida me irritaba de una manera atroz. En el almuerzo del reencuentro, el regreso del hijo arrepentido, me pidió un favor: que recuperara la bendita esclava.

Siempre me contaba la historia del hijo que no se hablaba con la madre y que, cuando ella murió, rodeada de todos sus seres queridos menos él, no podían enterrarle la mano porque todas las mañanas la sacaba entre la tierra removida. Una mañana tras otra, la enterraban y volvía a salir, hasta que el hijo fue hasta la tumba a pedirle perdón. Y pudo descansar en paz. El que no podía descansar en paz cuando nos peleábamos era yo.

Cuando me lo pidió monté en cólera, un enojo que guardaba cierta jactancia por haber acertado en el pronóstico. Ahora tenía que llamar a alguien que se había convertido en mi némesis, en la forma más despiadada de un amor roto, para pedirle por favor una pulsera que ni siquiera era mía, y de paso escuchar la diatriba contra mi vieja y contra mí, que era casi lo mismo cuando se trataba de poner en evidencia mis debilidades. Le dije que no era posible hacerlo y me insistió, me dijo que quería venderla y comprarse algo. Eso me aflojó. Se conecta con un deseo, pensé. Hacía dos o tres años que le habían encontrado el cáncer en el pecho izquierdo y todos estábamos aterrados con la idea de que se entregara, que bajara los brazos. Esa enfermedad te come vivo si no peleás, decíamos. Todos lo dicen, sobre todo los que nunca la tuvieron.

No fue demasiado complicado. Me llegó por encomienda y se la llevé ese mismo día. Me abrazó y me agradeció como si se la estuviera regalando. Quizá ya la había dado por perdida o quizá fuera un símbolo, el título de propiedad del hijo enajenado y recuperado. Eso fue un lunes y el domingo fui a comer a la casa. Esto prefiero contarlo rápido, sin demasiados detalles, porque de alguna manera, aunque ya no esté, evito humillarla. Lo he contado otras veces con cierta sorna, antes de entender lo que quizá le pasara por la cabeza. Como si pudiéramos entender lo que los otros nunca dicen. Todo es una ficción. Cuando llegué, saludé y me sorprendió la mesa del comedor repleta de bloquecitos de mármol. Muchos, de diferentes colores y formas. Le pregunté qué eran y con una sonrisa de satisfacción me dijo que se iba a comprar una lápida. Había vendido la pulsera y estaba eligiendo el modelo.

A veces pienso, cuando recordamos estas cosas y los demás insisten en que quería morirse, que eso era lo que buscaba, que solamente hay una forma de saberlo y es que esa persona lo diga expresamente. No creo que ningún otro indicio pueda habilitarnos a decir que alguien quiera la muerte. Es peligroso. Sobre todo ella, que consumiéndose en la cama, con la piel verde cubriéndole unos cuántos huesos, me dijo que cuando mejorara, mi tío ‒su amado hermano‒ la iba a llevar a un tenedor libre. Que cuando le dieran de alta iba a juntar plata para acompañarme a Europa. Ella, que esperaba ansiosa cuando volvíamos con mi viejo del oncólogo y nos preguntaba. Y había que mentirle en la cara. Yo tenía que mentirle, porque mi viejo no podía hablar. Y si hubiera querido morirse qué. ¿Está mal? ¿Es un descaro rechazar una vida en la que no te dejaron ser lo que deseaste, un padre pedófilo y un marido infiel?

Ayer terminé de leer la novela que está en la foto. Es desgarradora pero necesaria. Cuando volteaba las últimas páginas pensaba en ese cliché de Hollywood del que lamenta que se haya muerto alguien sin haberle podido decir lo que sentía. Yo creo que no hacía falta que se lo dijera, pero le hubiera dicho otras cosas. Podría hacerlo hoy, once años después, cuando a fuerza de análisis y llanto entendí su dolor y el mío. Esto es así. Vivimos a destiempo. Si hubiera tenido la posibilidad de hacerlo, de hablarle a esa mujer agonizante, quizá no me hubiera entendido. Quizá no lo hubiera aceptado. De todas formas es solamente necesario para mí. Quién sabe qué era lo que ella necesitaba.

Murió un doce de diciembre, hacía calor. Lo único que pude preguntarle, cuando ya estaba casi inconsciente, fue si le dolía. Me dijo que no y unos minutos después se fue. No sé si sacó la mano para que se la volvieran a enterrar, nunca volví ahí después de ese día. Eligió el cementerio de disidentes porque eran tumbas en la tierra y era arbolado. No romantizaba solamente la muerte, todo para ella era una película, una película en la que nunca iba a ser protagonista. Hoy trato de pensarla en otros lugares, en los recuerdos que voy recuperando a medida que la niebla de la culpa y de la tristeza se van disipando. Hay días claros y transparentes, y hay otros en los que no puedo verme ni los dedos.

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Marcelo Britos

Marcelo Britos

Escritor Rosarino