El eco de los golpes sonó en todo el salón, las maderas temblaron y cuando abrió la puerta el viento le sacudió la cara y las llamas de las velas que iluminaban a los santos. Los apuró para que entraran y volvió a cerrar, ayudándose con los brazos y el hombro. La noche empezaba a desmoronarse hacia el poniente y eso significaba la total oscuridad, la ceguera envuelta en ruidos que había que reconocer para poder espantar al miedo. Amancio llevaba a su hijo envuelto en un girón mugriento de piel de oveja, y los pómulos de la criatura estaban grisáceos, los ojos cerrados e inquietos, como transitando una pesadilla. En el sueño tampoco podemos elegir nada, pensó.
La mujer arrastró los pocos sargazos de ropa y ollas y la harina húmeda que ocupaba la mitad de una arpillera. Miró al cura con desesperación y el silencio de la iglesia se astilló con la voz. El tono era agudo y angustiante, un gato llorando en el rincón helado de la desolación.
−Ya no podíamos más, Padre –dijo la mujer-. Ayer se llevaron las dos últimas gallinas. Se las dejamos atadas en la tranquera y esta mañana encontramos la sangre y un saquito del bebé colgando del alambre, como si lo hubieran puesto a propósito. Sentimos a los perros ladrar toda la tarde.
El anfitrión se sentó en el reclinatorio de la última banca y los miró. Después recorrió con la vista las paredes de la iglesia, como si imaginara su resistencia o recordara de la vieja historia del templo las veces que había sido sitiada, las tormentas que la habían mecido como un árbol solitario en la llanura. Había sobrevivido más de dos siglos y lo había soportado todo, hasta las inundaciones que devoraban los campos todos los años.
− ¿Qué pasó con los demás?
−Cuando veníamos para acá los rusos estaban saliendo del rancho con las cosas –respondió Amancio-, seguro que están viniendo. El resto se fue ayer en el lanchón y no va a volver hasta el jueves. Son tres días, Padre. Es mucho tiempo para esperar. Y sigue lloviendo.
Guardó las manos entre las mangas, como si las escondiera del frío, y terminó la frase con el temor a las cosas que se dicen porque sí.
−Siempre vienen cuando llueve.
El cura se levantó y apoyó la palma de la mano en uno de los muros y dio dos golpes suaves que se corrieron al fondo con el eco. Miró hacia arriba. La noche había aplacado los reflejos en los vitrales y el viento hacía vibrar a los que estaban flojos.
−También vienen en invierno –dijo-. O cuando hace frío, porque ahora estamos en otoño. Vamos a aguantar acá. Estas paredes son fuertes. Tenemos agua y algo de leche para los gurises. A los perros los vamos a dejar afuera, para que avisen. A esta mole la levantaron con ladrillos de adobe y las aberturas son de roble. La hicieron los indios. Es lo más firme que hay en Ariacaiquín, además de mi fe.
Se acomodaron sobre las bancas y la mujer abrió su abrigo y descubrió el pecho para alimentar a la criatura. Buscaba con la boca inquieta el pezón y ella le empujaba la cara para que lo encontrara. Afuera el silbido del viento se llevaba por momentos el resto de los sonidos del campo y ellos aguzaban el oído para detectar ladridos o gritos, aunque nunca los hubieran escuchado. Las cosas desaparecían en silencio, el silencio de lo que se iba y el de ellos mismos.
El cura fue hasta sus habitaciones y de allí les llevó el mate, agua y pan horneado del día anterior. Lo partieron y comieron, y tenían que calentarlo en el brasero antes de hacerlo, porque el horno de barro estaba afuera y era imposible partirlo frío. Lo cocinaban sin levadura y el corazón era duro y denso, como un canto rodado. Extrajo de la campera un candado y lo cerró sobre las anillas de la puerta. Guardó la llave y les dijo que era mejor que la tuviera él, y Amancio y la mujer asintieron.
−Si mañana para de llover quizá se alivie un poco más el puente de San Javier y el lanchón adelante el viaje –dijo-. O el camino se seque un poco y se lo pueda bordear.
Se miraron y siguieron mateando y masticando con empeño. Amancio miraba al bebé y en medio de la preocupación por lo que los acechaba, volvió a lamentar otras cosas que amputaban su alegría, antes de esos días. Que su hijo mezquinara los quejidos y las miradas, como hacía todo neonato que descubre el mundo, un pequeño cuerpo inerte, el presagio de una casta malograda.
Un estruendo sacudió la puerta. Se petrificaron mirándola como si estuvieran en medio de un juego, y esperaron a que se repitiera el golpe o que pasara algo. El cura se acercó e intentó entrever la negrura por una rendija. Los tranquilizó que buscara la llave y que liberara el candado. Las puertas abrieron un hueco en la espesura de las tinieblas, recortada por las cuatro figuras plantadas en el umbral. Traían también bolsas y ropas atadas con piolines, y los perros que fueron espantados hacia afuera, con el resto de la jauría. El cielo era rosado y parecía estar más cerca de ellos, a punto de derramarse sobre la cúpula y los arrozales anegados. Entraron en silencio y se acomodaron al lado de los demás. El niño era igual a su hermana, tenían ocho o diez años y el pelo de los dos era blanco y los ojos azules; los rasgos de la cara se habían apaciguado con la herencia materna. El padre era corpulento, también rubio y los pómulos alzados y bruscos. Nunca había vivido en Rusia y nadie de su sangre lo había hecho; pero les decían así. Su bisabuelo era de la estepa ucraniana, al este de Polonia. Habían llegado como tantos otros a trabajar su propia tierra y allí habían muerto, llenando con huesos los pozos fangosos de los latifundios.
La mujer de Amancio se corrió a un costado para darles lugar y le preguntó a la esposa del ruso si también se habían quedado sin animales. En la cara de la mujer estaba la huella de las facciones de sus hijos, los ojos claros y una expresión de serenidad y de tristeza. Yolanda se llamaba. Le respondió con una sonrisa modesta.
−Ya no quedan animales nuestros ni de nadie. Ni siquiera la hacienda que llega ahogada de las islas por el arroyo, ni los bichos del monte. No hay zorros, ni tordos, ni caranchos. Los arrozales están vacíos, como si los hubieran emponzoñado.
El ruso se sentó en el piso junto a los pies de su mujer y apoyó la espalda en las rodillas de ella y a su vez los dos niños se agruparon con ellos, como si fueran un racimo de uvas vestidas. Tenían los pies desnudos por haber cruzado por el agua, restos de yuyos y barro entre los dedos. Temblaban. El cura fue a buscar una frazada y les secó los pies a los chicos y se las dejó sobre las faldas. La nave de la iglesia se llenaba de sombras titubeantes cuando las corrientes arrullaban las llamas de las velas, y San Antonio y los demás santos que los rodeaban se corrían y movían las manos, el plano fijo de una danza de colores en la oscuridad.
Afuera los perros empezaron a ladrar. Chillaban enloquecidos y parecían morderse entre ellos.
Se están peleando por algo, dijo el cura. Pero nadie se convenció de eso y creyeron que lo decía para calmarlos. Los hombres cruzaron los candelabros de pie entre los aretes de la puerta y después corrieron muebles e hicieron rodar la pila bautismal hasta la entrada. Aseguraron las ventanas como pudieron. Los perros seguían ladrando y seguirían haciéndolo hasta la madrugada.
La claridad entró despacio, casi a media mañana. Habían dormido amuchados y el cura había hecho guardia hasta que lo venció el sueño sobre una silla. Se despertó antes que nadie y vio que habían apartado la pila de piedra. Lo demás estaba como lo habían dejado. Fue a su estancia. Allí tenía una cama y un brasero donde cocinar y calentar el agua para bañarse. Calentó en un jarro un poco de leche para los chicos e hizo mate cocido. Cuando los despertó, la mujer de Amancio buscó al bebé en el regazo del padre, después del desperezo. No estaba. Empezó a gritar desesperada y nadie entendía por qué lo hacía, sólo eran eso, gritos y gemidos mezclados con llantos. Cuando se hizo entender todos lo buscaron. Adentro no estaba. Abrieron el candado y las puertas, y antes de salir agarraron los candelabros como si fueran macanas. Llovía y había niebla, y era muy difícil poder ver más allá del cementerio que rodeaba la iglesia. Iban despacio como si pisaran el hielo traslúcido de un lago, apoyando un pie adelante del otro y mirando con miedo a los costados. Se quedaron quietos como si lo hubieran visto los tres a la vez. Las mujeres desde la puerta lo presintieron. La manta de oveja estaba enredada en la cruz de una de las tumbas viejas y por detrás de ella los perros tironeaban una tripa. La madre corrió hasta la cruz y la atajaron antes, y cayeron los cuatro en el barro, gritando. El cura les decía que quizá sólo fuera la manta, pero nadie quiso acercarse hasta los perros, y cuando los apedrearon para que se alejaran, los animales se plantaron gruñendo. Entraron. La mujer estaba casi inconsciente y Amancio lloraba y la sostenía de la cintura, el tallo partido de una planta moribunda. Los rusos se quedaron a un costado, la mujer también lloraba y apretaba a uno de sus hijos entre los brazos.
A media tarde todos dormían, quizá por la conmoción, porque no lo habían podido hacer durante la noche o para evitar la conciencia del hambre. Habían comido el poco pan que les quedaba, regado con mate amargo y con agua. La mujer de Amancio lloriqueaba entre sus brazos, envueltos ambos en frazadas percudidas, los pies recogidos y el frío tarasconeando las piernas como un lobo famélico. El ruso no se resignaba y recorría los rincones de la iglesia. Pensaba que quizá alguno de sus hijos podía haber escondido al bebé; todavía no daba crédito a lo que habían visto afuera. O quizá había sido la madre la que lo había escondido, una mujer que no parecía equilibrada, dormida o fascinada por los nervios y el terror. Alumbraba los resquicios con una vela y se asomaba entre las maderas de los muebles y los objetos que se borroneaban en la penumbra. Detrás del altar había una puerta que daba a un patio de paredes altas, techado con una reja de hierro oxidado. Se encaramó en la pared, en los zócalos irregulares que la bordeaban, y estiró la mano por entre las rejas, tanteando a ciegas los costados del techo. Sólo sintió el frío del hierro primero y después la lluvia no menos helada, salpicándole la piel con púas de hielo. Nada. Se dirigió a la pared siguiente e hizo lo mismo. Esta vez dejó la mano un rato más, intentando llegar más lejos con los dedos. Tocó algo. Era áspero pero acolchado, como una piel animal. Pensó en la manta de oveja y sintió un mareo de entusiasmo, pero a la vez de miedo. Se bajó y fue en busca de algo que pudiera ayudarlo a treparse más. Encontró en la sacristía un balde de metal; no era demasiado, pero no había otra cosa. Volvió al patio y se subió en él, y estiró el cuerpo y el brazo hasta el límite. No podía ver, seguía palpando a ciegas, pero llegó a apoyar la palma de la mano en esa cosa. De pronto se movió. Creyó que había sido él, que al correr la mano la había perdido, pero no era así. Cuando intentó encontrarla de nuevo le enterraron en la carne miles de clavos, la voracidad ominosa escondida en la niebla. Los gruñidos le hicieron comprender. Otro de los perros se asomó, haciendo equilibrio con las patas entre las rejas, pero no pudo sostenerse y cayó al patio. Mientras uno le desgarraba la mano, el otro lo había asido de los pantalones y tironeaba también, como si quisieran desmembrarlo, el nuevo inca y los perros, la metáfora de la rabia colonizadora. Amancio escuchó los gritos y buscó su origen, uno de los candelabros en mano. Cuando llegó le partió el cráneo al perro y el alarido lastimoso despertó a los demás. El otro animal cedió la presión y el ruso pudo retirar la mano, agujereada y bañada en sangre. Bajó y se mareó, y casi desvanecido se recostó sobre la pared. Amancio les gritó a los otros que no salieran y se quedó allí, lavando la herida con el agua de los charcos de la lluvia y su propia ropa. Entraron y antes de hacerlo tapiaron la abertura del patio con uno de los bancos. Si habían podido entrar los perros, cualquiera podría hacerlo.
El cura los esperaba con mates y se sentaron alrededor del brasero. Quedaba poca leña y para buscar más debían salir. Faltaban dos días y el frío parecía ser más intenso, era imposible calentar todo el templo y decidieron que esa noche dormirían todos en la sacristía y en la estancia del sacerdote, donde estaba la cocina. Pero necesitaban más leña. Tomaron unos mates en silencio y después Amancio y el cura salieron. Detrás de ellos cerraron con el candado. Llevaban una soga para arrastrar la leña e iban a paso rápido, esquivando charcos y breves pantanos de barro, agua y yuyales. Temían por aquello, pero también por los perros; habían probado sangre. La luz comenzaba a menguar. La leña estaba apilada en la parte de atrás de la iglesia y debieron rodearla sin saber con qué se encontrarían a la vuelta de cada ángulo. Llegaron. Apilaron algunos troncos sobre la soga y cuando el cura se agachó para anudarlos, Amancio le descargó un troncazo furibundo. El cura lo vio venir y alcanzó a poner el brazo, pero el impacto lo doblegó. Quedó tendido sobre el resto de los troncos, con el brazo roto. Lo golpeó otra vez, casi trastabillando, y alcanzó el pecho sin fuerza, raspándole la piel por debajo de la sotana.
− ¡Basta! ¡Por favor basta!
Gritaba llorando y alejándose por el piso, reptando de espaldas con un solo brazo. Amancio caminaba hacia él con el tronco, los ojos manchados de furia, las lágrimas mudas, el odio esperando que nada le impidiera desbocarse. Por qué haces esto Amancio, por qué. Qué hay detrás de esa mirada alieanada, qué rencor se fermenta.
Se incorporó dolorido y logró arrodillarse, las dos manos alzadas. Una cortina de agua nublaba aún más la tarde, la luz respiraba poco. Juntó las manos como en un rezo, sin dejar de llorar. Ese día no se había levantado pensando en su muerte, como en otros días. No pensó en el cuerpo pudriéndose en la cama. Un colchón que después sería quemado, su nombre marchito con la marcha de los días. Todo el tiempo está tejido con el olvido.
−Qué pasa hijo, por qué estás haciendo esto –le habló con compasión, haciendo un esfuerzo para eso, la desesperación le mordía los pensamientos y no los dejaba crecer− Hablá conmigo hijo, por qué.
−Usted es el único que tiene la llave. Les entregó al gurisito para salvarse.
El cura rompió en un llanto acongojado, un niño travieso descubierto.
−No Amancio –respondió-. No podría jamás hacer algo así. No puedo hacerme daño ni a mí mismo. Te juro que no.
Golpearon la puerta y abrieron. Amancio arrastraba los troncos húmedos y los demás los recogieron y los pusieron cerca del brasero, para que se secaran. El cura entró detrás de él, con el brazo en cabestrillo con la camiseta, por debajo de la sotana. Les dijeron que se había caído y todos se compadecieron. Quedaron callados y así seguirían hasta la noche, y cuando el frío penetró por las paredes, por fin cruzaron algunas palabras para organizarse. Los rusos irían a la sacristía y el cura, Amancio y la mujer, a la estancia del primero. Se repartieron la leña y los rusos se llevaron el brasero. Los perros ladraban otra vez, largo soliloquios rematados con un chirrido agudo y ancestral, la queja del hambre salvaje. Se encerraron y dormitaron, armados con los troncos y los candelabros, junto a los lechos. Amancio se sentó al costado de su mujer y comenzó a pulir una varilla de hierro que había encontrado en el patio de atrás. La dobló en uno de los extremos y lo envolvió en un trapo, para que fuera el mango. Al otro extremo lo fue raspando contra la pared, hasta darle punta.
El ruso estaba dormido profundamente cuando su hijo lo despertó. El calor que habían logrado con el brasero y la tranquilidad de estar aislados, lo relajaron. El niño lo sacudió y le dijo que estaban golpeando la puerta. Yolanda estaba sentada en un rincón, la vela cerca de la cara, y ese resplandor recortándole los ojos y la boca, la hacían ver como una demente asustada por sus alucinaciones.
− ¡Ruso, salí! ¡Ya vienen! ¡Están queriendo entrar por los vitrales del techo! –La voz de Amancio sonaba urgente, y tras ella se oían corridas y las patas de los bancos chirriando en el arrastre-.
Los golpes continuaban y, apoyando la boca en la madera, les respondió que estaba por salir. Le dijo a su mujer que se encerraran por dentro y que no abrieran por nada del mundo. Los mellizos lloraban angustiados y miraban hacia la claraboya. Salió. Lo esperaban el cura y Amancio, y pudo ver que habían corrido las bancas dejando un camino desde la sacristía hasta la puerta. La piedra bautismal ya no estaba, tampoco los candelabros que habían cruzado. Miró a Amancio con desconcierto y después hacia los vitrales y cuando lo hizo recibió el primer puntazo. El hierro se incrustó debajo de sus costillas izquierdas y cuando se dobló del dolor y de la sorpresa, recibió otro en los pulmones; cuando quiso inflarlos para gritar, no pudo, el aire entraba con un terrible dolor. Cayó de rodillas y de ahí lo arrastraron por el templo. Amancio iba a puarlo de nuevo, pero el cura intervino.
− ¡Ya está bien Amancio! Basta, ya está bien.
Lo arrastraron hasta la puerta y lo sacaron. Lo levantaron de las axilas y gritaba de dolor cuando lo hacían, y en esa posición lo apoyaron en la cruz donde todavía estaba la piel de oveja. Lo ataron con la soga y le pusieron un trapo en la boca. Amancio miró el cielo y pudo ver algunas estrellas entre las nubes y se las señaló al cura. Parecía estar limpiando.
Cuando volvieron al templo el cura creyó que había menos luz. Como si la noche hubiera invadido también el interior, devorando la lumbre exangüe de las velas. Comprobaron que varias de ellas se habían consumido. Sólo un cúmulo de cera y el pabilo aferrándose a una última y débil llama. Quedaban dos encendidas y sólo una nueva en la sacristía, y allí no podían entrar porque estaba la familia del ruso. El cura se fue y él abrazó a su mujer que intentaba dormir, la congoja le sacudía aún el cuerpo y temblaba como el reflejo de las estrellas en la espalda del río. Fue encontrando el descanso y quizá la última sensación consciente fue la del frío desapareciendo de los músculos.
Unas dos horas más tarde se despertó agitado y se acercó a la puerta para espiar por la rendija. No pudo ver nada y decidió abrirla, pero cuando no encontró el candado se dio cuenta de lo que había pasado. Usó una de las bancas como ariete y empezó a embestirla. Su mujer lo quiso parar, pero la empujó a un costado.
− ¡Nos encerró! ¡Nos dejó acá adentro encerrados, con el candado!
− ¡¿Quién?!
− ¿Cómo quién? ¡El cura! ¡Cerró de afuera!
Ella también agarró la banca desde el otro extremo y entre los dos lograron vencer la dureza de la madera. El candado quedó prendido de una de las manijas, intacto. Habían roto la cerradura y un pedazo de tabla colgaba de la puerta. Abrieron una de las hojas y no había nadie, sólo la neblina tragándose el horizonte y los arbustos que respiraban fuera del agua. La soga seguía atada a la cruz, pero el ruso ya no estaba. No había señales del cura, salvo las pisadas en el barro, que se perdían más allá de la entrada al predio.
− ¿Por qué se fue? ¿Por qué nos dejó?
−Tenía culpa por lo del ruso.
− ¿Y vos estás seguro que fue el ruso, Amancio?
No le respondió. La abrazó y la llevó adentro. Cerraron como pudieron y apilaron las bancas sobre la puerta y apoyaron la pila bautismal contra la barricada. Después tomaron una de las dos velas y se encerraron en la estancia del cura. No se había llevado nada y la ropa que había usado durante esos días estaba tirada en el piso. Quizá había salido desnudo o había dejado los hábitos allí, para no cometer herejía. Se sentaron en la cama y se tomaron de las manos. La lluvia derramó otra vez su fuerza sobre el techo, como nunca lo había hecho en esos días. Tronaban los vitrales y el viento castigaba los árboles, podían oír e imaginar el baile frenético de las ramas. Amancio no quiso contaminar ese ruido, ese estruendo de la naturaleza maravillosa que alguna vez lo había llamado para que la tocara, para que viviera en ella sin decirle que a cambio estaban el hambre y los que vienen. Le apretó la mano a su compañera y miró a su alrededor, como si lo viera todo por primera vez, y soltó la voz hacia el frente, hablándose a sí mismo.
−Queda casi un día para el lanchón. Tenemos la cocina acá y podemos encerrarnos. Con el ruso y el cura deben estar calmados y si no, hay tres ahí en la sacristía. Y los perros, a los perros todavía no se los llevaron.
Después de la última palabra la vela se extinguió y quedaron en la oscuridad.