No hice más que pedirle que cerrara la persiana para evitar el calor y la luz que suben con la mañana, el calor seco y quemante que rasga la mirada y la piel de los brazos. Podría haber evitado los gruñidos y sencillamente haberla cerrado, al menos por cortesía; no tenía más que estirar su mano hacia la cinta y dejar que se deslizara entre sus dedos. No había esfuerzo ni cálculos mentales en la tarea, sólo un simple movimiento mecánico. De todas maneras –pienso mientras contengo un acceso fugaz de ira– no vale la pena este minuto de fastidio, ni siquiera correr la silla hacia atrás con las piernas y levantarme para hacerlo yo mismo, porque en este instante inmediato a esa pequeña desavenencia eso puede interpretarse como una respuesta a la provocación, y supongo que es así como comienza una gran discusión: con un primer disparo, un malentendido, cualquier nimiedad que desatará la tormenta. Las guerras están preparadas desde hace tiempo, sólo basta eso para que comiencen. No he logrado que comprendiera –ya han pasado años de explicaciones y sucesos como éste– que odio el sol, sobre todo el sol del comienzo del día, el que irrumpe en la oscuridad a la que se acostumbraron los ojos en la sombra, mostrando lugares distintos a los que quise imaginar en la oscuridad. Será porque delata los defectos o porque anuncia el final de una noche desnuda y fresca que fue una tregua a la rutina; o sencillamente porque es en ese momento cuando entendemos que se ha agotado el tiempo para intentar que fuera así. Y no es sólo el sol.
A esta hora nuestro vínculo es volátil, un globo cayendo por encima de la estufa. Con la convivencia comprendimos que el silencio es el medio más propicio para sobrellevar este punto del día, una atmósfera donde nada se pudre, donde todo lleva su ritmo sereno y natural hasta la media mañana; allí pueden salir las palabras y acaso alguna risa. Después me voy al trabajo y al volver, cuando alcanzo a verla despierta, ya estamos deshechos, con ganas de nada. Cenamos también en silencio, pero es distinto, hay una complicidad, una sonrisa que acuerda nuestra pelea en la vida; juntamos nuestras espaldas para enfrentar a todos y en ese momento estamos parados sobre los vestigios del enemigo, heridos y satisfechos.
El relato de lo que hemos hecho la noche anterior suele ser el ritual que ella prefiere para empujar las palabras, como si dormir fuera el descanso de una larga lectura y fuera estrictamente necesario recordar el lugar en donde recobrar el hilo. Los martes y los viernes por la noche salimos solos, cada uno por su lado. Ella siempre encuentra una actividad con sus amigas, yo suelo ir al cine. Los martes Cineclub y el resto de los días cualquier cosa que pueda ver y dejarme llevar por el vértigo de ruido y colores, efectos especiales, chistes imbéciles. A la mañana siguiente, cuando me toca hablar, le cuento las películas. Creo que la mayoría de las veces no oye, sólo hace preguntas con datos inútiles que desprende de mi relato, como si fueran palabras que puede oír en un teléfono roto o sin señal. No es el caso de anoche, que fue la reunión anual con los compañeros del secundario y ella está esperando, ahora más accesible y amable, que comience a hablar. Deja en mis manos la taza de café con leche –un cuenco donde puedo bañar las tostadas y recoger los despojos con la cuchara–, y se sienta frente a mí con el mate, esperando.
Nos graduamos en el año ochenta y siete. Mucho después aprendí a recordar esa época con hechos que me enlazan a un tiempo concreto, un tiempo con fechas e imágenes de televisión: el levantamiento carapintada, el principio del final de otro gobierno. Los primeros reencuentros fueron una continuación breve de los últimos meses en el colegio, del viaje de estudios, de las hojas de las carpetas flotando desde las ventanas, las ceremonias que se repiten de forma inevitable para esconder –todos queremos esconder– la irreversibilidad del tiempo. Eran excusas para beber en los bares donde hasta entonces nos reuníamos los sábados, para compartir los nuevos códigos de una vida extraña que comenzaba en la universidad, en los trabajos, en el día libre e interminable. Después del quinto aniversario las reuniones comenzaron a organizarse en la parroquia del colegio; estaban a cargo de una comisión de exalumnos. Cenas mejores servidas, pero sin novedades –las repeticiones inevitables–, salvo Tito que siempre fue una novedad, en ese momento arquero titular de la reserva de Central; ya había ido a un mundial juvenil en Arabia Saudita. Había que esperar hasta la breve madrugada que nos permitíamos para recordar las anécdotas que ya eran viejas, y volver a reír y empujar la risa como quien empuja al primero de una fila que termina en el hueco de un volcán.
Me resisto a la obsesión de juntarme con las viejas amistades, generalmente con las que ya no tenemos demasiado en común; todo parece un álbum con fotografías de colores opacos. Ella sí lo hace. Incluso hasta el día de hoy se reúne con las compañeras del colegio primario. Cuando llega su turno de hablar en la mañana suele contarme sobre esas reuniones y ambos comprendemos, sin decirlo, que nada de lo que han compartido tiene que ver con travesuras, con sobrenombres, con bromas ingenuas. Son un grupo de mujeres que intercambian las señales del fracaso y comentan consternadas el fracaso de los demás. Yo no he vuelto al colegio primario, ni he vuelto a ver a mis viejos compañeros. También es católico y está frente a la plaza Buratovich. En aquel entonces tenía el patio de tierra y un gimnasio al que estaba prohibido entrar. Allí guardaban animales embalsamados, un arca de Noé con fieras muertas. En la fiesta de fin de curso arrastramos del gimnasio un castor y lo despedazamos a patadas, el relleno del animal esparcido por las galerías, como si nos desahogáramos de esa norma estúpida, de los reglazos en las manos, de las penitencias en el viaje de estudios a Córdoba.
Sin embargo, a pesar del tiempo, puedo reconocer a cada uno de ellos por la calle. A veces los sorprendo en los supermercados, caminando por la peatonal, en las hileras de los bancos. Los llamo por el nombre y por el apellido, les recuerdo dónde se sentaban en cada salón, les recuerdo hechos que los refieren, de los que ellos ya no guardan ni rastros. Me miran sorprendidos, incómodos, como si los acusara de algo, un demente que pasa las tardes en un sótano rodeado de sus fotos, buscando datos en la guía telefónica. Siento de ellos un desapego, un desprecio por compartir conmigo ese lugar, una vergüenza que debe ocultarse y que los compromete con un signo deplorable. El invierno pasado regresé de Buenos Aires y en la Estación Terminal tomé un taxi hasta casa. El chofer iba también a esa escuela, un grado adelante. Sabía su nombre, quiénes eran sus compañeros, sus amigos. No los recordaba. Al menos el viaje fue para él un recorrido entre la sorpresa por redescubrir algo que se había perdido en la niebla de su niñez y la nostalgia que obligaba a recordar, como si los dos estuviéramos allí, parados frente al mástil, cantando Aurora, viendo llegar con felicidad el calor que marcaba el final del año. Después surgieron amigos en común y el devenir que lleva siempre a comprender cómo la vida los fue marchitando, como probablemente estemos marchitos él y yo, y otros finjan sorprenderse de ello.
Siempre tuve una memoria prodigiosa. En el último cumpleaños me regaló un libro de Carver. Tres rosas amarillas. Nunca me ha regalado algo que no hubiera deseado. En uno de los cuentos, uno de los personajes memorizaba cada dato de una manera exacta, escalofriante, igual al Funes de Borges, igual a mí, como si fueran un reflejo borroso de mi memoria. Puedo recordar cosas insólitas, como un capítulo del Tratado de Derecho Civil de Borda, Parte General, Ausencia con Presunción de Fallecimiento. Puedo recordar con exactitud retazos de la historia que alguna vez he leído. La batalla de Verdún, en el nordeste de Francia. Sé, claro y preciso, que empezó en febrero y terminó en diciembre de 1916. Que el comandante francés era Philippe Pétain y el alemán Erich Von Falkehayn. Que murieron un cuarto de millón de hombres –también con el tiempo tomé conciencia de esas muertes, de un cuarto de millón de viudas, de muchos hijos que fueron más viejos que los padres que no volvieron–. Que Verdún era una fortaleza inexpugnable y era preciso ganarla para entrar al corazón de Francia. Que en un principio las defensas locales estaban debilitadas porque gran parte de su artillería había sido desplazada en Champagne. Que el 5º Ejército Alemán había bombardeado las posiciones francesas con dos millones de bombas, 40 kilómetros en dos días, veinte mil bajas. Que fue la segunda batalla más sangrienta después de Somme. Que allí Nivelle dijo “no pasarán”.
Continúa mirándome, esperando que levante la vista del diario. Miro apenas sobre la hoja el borde de su camisón, las mangas deshilachadas, las manos rodeando la manija de la pava. Sus manos eran bellísimas. Un pálido sensual, tersas. Puedo ver ahora los rasguños, las arrugas que se abultan alrededor de los nudillos. Si las acercara a mi boca una marea de lavandina llegaría antes que la piel, un gesto que condensa el destino que alguna vez pensamos distinto, cuando viajábamos con mochilas por el sur, cuando mirábamos a los amigos ya casados hacía tiempo, perdiendo el brillo de las conversaciones y las caricias.
La parroquia del colegio tiene una superficie considerable. Es casi una manzana. El colegio ocupa una cuarta parte y tiene tres pisos; después la completan la facultad católica de ingeniería química, el campo de deportes y la iglesia. Todos los jueves teníamos misa y nos escapábamos por las ventanas de las habitaciones de los curas para llegar a tiempo al horario de salida del colegio de la hermanas. No había forma de que comprobaran nuestra ausencia. Todos los cursos en la misa; era mucho para contar. Pedíamos permiso para ir al baño y por detrás de la sacristía nos escabullíamos por un pasillo que comunicaba con las habitaciones. Acaso los preceptores y los maestros se tomaban demasiado en serio los rituales, –arrodillados, esperando comulgar– que se olvidaban por completo de que nos habíamos ido. Saltábamos desde las ventanas a la libertad del Boulevard Avellaneda, como escapar de prisión, como tomar aire desde abajo del agua. En las habitaciones vacías de los sacerdotes solía pararme junto a las camas de una plaza, perdidas en medio de las paredes, una mesa de luz que sostenía libros y un velador raquítico. Olía a sudor, otras veces a algo penetrante que no era precisamente limpio, algo que por alguna razón siempre asocié a un sexo clandestino y perverso.
Aquella reunión de la parroquia, la primera organizada por la comisión, fue exitosa si pudiéramos compararla con las que se sucedieron. Al menos fuimos todos. Estábamos en una de las esquinas de la mesa de nuestro curso –se juntaban todas las promociones a la vez–, el cabezón Caranta, Ale González, Juan Benedetto y yo. No hay mucho más que contar que no fuera lo que siempre decíamos en cada una de las reuniones: que tal se compró el auto, que tal otro se mudó al barrio desde el centro porque no podía con los gastos centrales, que yo tenía que dar clases hasta la noche para poder sobrevivir, que el cabezón ya se inyectaba insulina dos veces por día; a sus espaldas rumoreábamos que la enfermedad con el correr de los años podía dejarlo ciego. La venta de la campana, el noviazgo del alemán con la hermana de otro compañero. Después se iba la noche horadando el tiempo reciente para volver a reír, esperando que apareciera Tito que sin duda era el éxtasis de la ceremonia, el auto negro estacionando en la puerta, un Mercedes o un BMW, daba lo mismo. Representaba la suerte, el éxito, el billete de lotería con el que habíamos ganado y al repartirlo no había más premio que la sensación de gloria cercana, el orgullo de habernos sentado alguna vez a su lado en el aula y ahora en las cenas de la parroquia.
La iglesia tenía una campana de bronce; era una aventura épica subir por las escaleras de la torre para verla, esquivar el despegue sorpresivo de las palomas, hacerlo en silencio para no ser descubiertos. No podría precisar el peso, sí que era gruesa como un tambor de cincuenta litros y alta como un hombre. El cura párroco de ese entonces pretendía hacer un viaje de formación al Vaticano y precisaba fondos para costearlo. Pidió autorización para vender la campana a una fundición y se la otorgaron. Vio de cerca al santo padre, viajó un poco más por Europa y de regreso renunció para casarse con una de las mujeres de la comitiva. Cuando el cabezón lo contaba no podía esconder el regocijo, más aún cuando recordaba que todos en el colegio estaban indignados, como si de alguna manera se hubiera vengado de la moralidad que repetíamos en cada palabra oficial, como si eso alguna vez nos hubiera importado.
Unos meses después lo encontré al cabezón Caranta en un ómnibus. Era el primer promedio del curso. Cuando teníamos evaluación de física o matemáticas terminaba la suya en quince minutos y se molestaba por pasarnos todos los resultados, aunque hubiera temas distintos. Antes de que me reconociera entre el tumulto, me detuve a observarlo: aferrado al pasamano, mirando a través de la ventanilla, temblando como todos por el empedrado. Era un hombre. Había salido de trabajar de su oficina funeral y pensaba en los hijos que esperan en el living, en la cena y las conversaciones gastadas y previsibles de todas las cenas, en el dinero, en la salud. Llevaba bajo el brazo una caja de vino envuelta en una bolsa de nylon. Probablemente necesitaba tomar varios tragos para poder dormir y levantarse lo más descansado posible. Se había esfumado, no sé cuándo exactamente, el mejor promedio, su carpeta prolija, la suave y convincente desfachatez de quien lo puede casi todo.
Había otros distinguidos, otros que tenían el privilegio de ser abanderados o escoltas. Galetto y el alemán. El segundo llegó a quinto año de medicina. El padre era médico. Una inteligencia clara y solvente que ejercía con naturalidad. Resolvía los ejercicios como quien desenreda un nudo. Quizá los demás, incluso el pequeño grupo de adictos a la aplicación que solíamos excluir, hacían un gran esfuerzo en llegar al nivel en el que competían. Él no. Simplemente era así. Nos enteramos de todo en la segunda reunión de la parroquia. La hermana de un compañero, su pareja desde los dieciséis años, lo había dejado. En ese momento, cuando oía el relato inverosímil –entró en el seminario, dejó la carrera, está en una abadía de Entre Ríos– pensé en la angustia como una inundación, su volumen llegando a todos los rincones, cubriendo familias, llevándose muebles, haciendo imposible lo que hasta hacía unos instantes era sencillo. Después, en su retirada lenta y dolorosa, dejando la tristeza de la destrucción, de la enfermedad. También pensé, acaso para consolarme, que al menos no sería un buen sacerdote, sino un hombre despojado de fanatismos y de vicios. Lo pude comprobar cuando lo visitamos en el convento de San Lorenzo. Estaba rodeado de chicos, jugando al fútbol; los corría con una rama de laurel, los chicoteaba riendo.
Galetto era diferente: introvertido, invisible; esas personas que tan sólo rellenan las historias, sus nombres colgando de los demás. A veces su silencio era sensato y la sensatez a esa edad es un valor que recuperamos cuando hemos perdido la juventud. Fue a todas las reuniones, hasta que no lo vimos más. Estaba preso. Había robado un televisor de la empresa de electrodomésticos para la que trabajaba. Podrían haberlo echado sin indemnizarlo, podrían haberlo dejado en la calle con sus tres hijos y su mujer sin carta de recomendación, incluso con una carta firmada por el directorio que dijera que había robado, que había traicionado la confianza de la empresa familiar que le había abierto sus puertas. Pero la decisión fue un cuchillo que rasgó la carne hasta el hueso, un escombro imposible de levantar.
La fiesta de anoche estaba presentada de una manera distinta, hubo un esfuerzo de la comisión para despertarla de la agonía en la que había caído en las últimas: una seguidilla brillante de luces colgando de los pinos del patio, cada mesa señalada con el año de la promoción y de regalo la foto oficial del curso para cada asistente. Los ojos de los muchachos, mis ojos, fijos al disparo de la máquina; una sonrisa genuina, una inconciencia legítima y despierta, un puñado de voluntad y de alegría desprevenida comenzando a tambalear en las veredas desparejas, despertando cada mañana hasta el sábado con otra intención y otros deseos. Vi la foto y comprendí por qué desisto de reunirme con viejos afectos que ya no lo son. Para resistir esta nostalgia agria y comedida que nos advierte de lo que se extraña y no vuelve y de lo que indefectiblemente vendrá. Vimos entrar al cabezón por la puerta iluminada, lo vimos vacilando entre las sillas de madera, buscando nuestra mesa que estaba en el fondo del patio, casi mezclándose con la oscuridad de las plantas. Le hacíamos señas para no incomodar con los gritos. No podía vernos. Parado en medio del patio, como alguien que está perdido, intentando una sonrisa que iba desdibujándose, deviniendo en una mueca frágil y triste. Después de girar la cabeza varias veces se sentó en una de las primeras mesas vacías, obligando las burlas silenciosas de los que esperaban en el lugar correcto. Decidimos no mirarnos para no soltar esa piedad molesta y miserable que debilita aún más. Lo fuimos a buscar. Lo abrazamos y caminamos juntos hasta nuestro lugar; sentí su mano aferrarse con celo de mi brazo.
Todo después fue igual, aunque un histriónico promoción ochentaicinco haya intentado un show de humor, chistes trillados y burdos; aunque hayan proyectado un montaje de los viajes de estudio sin interesar a nadie, salvo a los que podían verse en la película, avergonzándose o riendo de aquella vieja torpeza. Cuando nos resignamos a ese número de concurrentes, la mesa desierta y árida, los platos y algunas botellas transparentes manchando la punta del mantel, lo recordé. Comencé a contarlo atorado, con entusiasmo, acaso con el compromiso de quebrar los silencios, de quitarle de encima al cabezón el peso de las miradas, las miradas que no podía ver. Lo hice con algo que todos habíamos olvidado, como un arma secreta, como una esperanza.
Fue una mañana en la que había faltado la profesora de contabilidad; no podían adelantar otras asignaturas y no querían correr el riesgo de que permaneciéramos sueltos dentro del colegio. No nos permitieron entrar y nos dijeron que volviéramos para el primer recreo. Eran las ocho de la mañana. Fuimos caminando por calle Mendoza hasta San Nicolás y de allí a la plaza: las vidrieras llenándose de luz, las personas a otra velocidad, los semáforos brillando todavía en la agonía de la sombra. Todo el curso, sin excepción. Fumamos en las hamacas, solos en la manzana de árboles y arena, arrancándonos los pedazos atorados de niñez. Quisimos asomarnos a la escuela de las monjas, un intento vano y desganado que no prosperó. Cuando volvíamos al colegio encontramos un árbol de naranjas que asomaba desde una casa, en la calle 3 de febrero. Las ramas sobresalían del tapial a la vereda, los brazos verdes sosteniendo las frutas de un color extraño para el invierno. Entonces fue como si todos supiéramos qué iba a pasar, como cada reunión en esa parroquia de mierda, cada segundo que cruzaba la aguja sin que alguien llegara, todos conociendo el futuro de la próxima hora. Uno saltó el tapial y comenzó a arrojar las naranjas hacia afuera. Llenamos los sacos, los bolsillos del pantalón, las mochilas. Veintiocho jóvenes cargados de naranjas. Llegamos al colegio y subimos al segundo piso; allí estaba nuestro salón. El vértigo, la impaciencia. Esperamos a que todos salieran al recreo y entramos a los salones cuyas ventanas daban al patio, y el patio se abría como un mapa, cada punto con nombre apellido, curso y año: los de primero jugando al fútbol con un bollo de papel, los de cuarto conversando en pequeños grupos, los preceptores mirando alrededor, como si de ellos dependiera el delgado y sensible hilo de la conducta. Abrimos fuego. Las naranjas cruzaban el espacio como meteoritos, manchas oscuras que reventaban y salpicaban contra las paredes, el mosaico, los uniformes grises. Después del desconcierto, de las primeras escondidas, comenzaron a responder desde abajo y todo fue una guerra, nuestro Verdún. Quién sabe qué naranjazo a los preceptores despertó esa extraña coincidencia, ese deseo común de orientar la descarga contra la autoridad, entonces todos los proyectiles fueron sin retorno al árbol absurdo que pretendía esconderlos. Los saltos ridículos, los gritos, las risas. El timbre acabó con todo. Hubo extensas y agotadoras investigaciones. Hubo un perfume ácido y dulce en los salones. Hubo la maravillosa idea de olernos las manos a todos para encontrar a los culpables y de ser así, hubieran tenido que expulsar a todo el colegio.
Ríe. A veces no sabe o no desea saber si estas cosas realmente ocurrieron o si las invento para dulcificar la mañana. Cuando ríe regresa, en la luminosidad de su boca, un resabio de lo que encontré tantas veces en los umbrales, en la luz mezquina y perfecta de las esquinas. Me acerco a su espalda cuando deja que el agua caiga sobre las tazas sucias, sus manos palpando ahora la tibieza del curso cristalino. La tomo de la cintura y apoyo mi cabeza, con los ojos cerrados, sobre su nuca. Pienso en cómo puede –sé que puede– continuar cada día desde el despertar, salir a la calle a hacer lo que debemos hacer y volver a casa a no hacerlo, a decidir otras cosas, a soñar con mojarnos un poco con otra lluvia, otro viento. Ella corre despacio mis manos y se aparta con delicadeza, mientras pone otra vez la pava en el fuego.