El caballo del hombre solitario
(Tuyutí, 1864)
Las plantas de los pies ya arrastraban arena y tierra. Y el ardor que comenzaba a subir con el cansancio hasta las rodillas. El calzado era el mismo de unos meses atrás, cuando habían cruzado la línea del Río Cuarto por una persecución inútil, la última hasta ese llamado a las armas. Y era el mismo calzado de hacía dos años, cuando lo habían reclutado para el cuerpo de línea. Entonces la suela ya era la piel curtida y reseca que había corrido desde la infancia la llanura y que había aguantado barro, cardos y piedras hasta ese presente que ahora, a cada paso, se hacía vestigio.
El Manco miraba el horizonte con esa esperanza que en realidad no existía, que era sólo la certeza de que la primera sombra del caserío –el puerto del Rosario- llegaría al otro día con demasiada suerte. El Manco miraba el horizonte. El Manco pensaba que cualquier mancha que apareciera sería un espejismo, no más que eso, porque estaba acostumbrado a mirar al frente, sobre la línea de luz y de tierra, y que se nublaran a lo lejos las cosas que deseaba, para después desaparecer.
Habían llegado las órdenes dos semanas atrás y había sido difícil para los oficiales reunir lo necesario para llegar al número que pedían desde Buenos Aires. Mientras arreaban con cualquier hombre para engrosar la Guardia Nacional, incluyendo vagos, presos y descuidados, estuvieron todo ese tiempo varados en la orilla del Salado, cazando armadillos y sábalos para engordar las raciones. Dos semanas y toda la marcha a pie hasta el Rosario, y de allí por el río a Corrientes para liberarla de los ejércitos del tirano López; correrlos hasta la Asunción en dos meses, como había dicho Mitre. La voz del Manco repetía con ansiedad esa frase dentro de su cabeza, la cabeza caliente y apretada por el sol. Pero allí no se proyectaba el desfile de las fuerzas de la Alianza entrando a la capital del enemigo, banderas flameando y redoblantes y orgullo. Eso no importaba. Sólo el anhelo de volver a la tapera ensombrada, al camino rodeado de flores, al rumor del río y del viento. Se habían perdido los motivos y los fuegos de otro tiempo, sencillamente habían desaparecido como solían irse el color de la tarde y de su mano –la derecha- cuando caía el calor del sol. Ahora la voluntad era más cercana y más sencilla. Volver era la batalla, volver y observar en el regreso las cosas como las había dejado, y sentir ese breve regocijo de la confirmación.
Faltaba la tormenta nomás, se decía. Lo pensaba mientras veía el viento envuelto en la sábana de lluvia, azotando con impiedad la precariedad de las tiendas, las lonas cruzadas sobre las ramas, como si al volarse hubieran caído allí. También veía a los hombres sacudirse como espigas, recibiendo en las caras el ímpetu del otoño; corrían para evitarlo, se quedaban las alpargatas enterradas en el barro y salían los pies desnudos y limpios, con los rastros lacerantes de las caminatas, tajos de sangre seca en los empeines de los pescadores.
La tormenta duró una semana. Había comenzado el día de llegada al campamento en Ensenada. No tenían otra ropa que la puesta, mojada y pegada a la piel como el frío y el cansancio. Pasaban horas desnudos junto al fogón hasta secar la ropa para la noche, la noche que traía la helada y la muerte. Otros no podían acercarse al fuego. Estaban estaqueados, con la cara hacia las gotas que se estrellaban contra la tierra, abriendo la palma de las manos como rogando que saliera el sol, que una campana de calor y sequedad los protegiera. Habían desertado. No encontraron un motivo ni una lealtad para pelear esa guerra. Si se salvaban de la fiebre podían sobrevivir al sorteo. De cada cinco fusilaban a uno. Extraño ejemplo de justicia militar que el Manco no entendía. El Manco intentaba encontrar dónde se equilibraba la balanza de la mujer ciega cuando oía y veía a distancia las descargas contra el que había salido sorteado, acertando a su cuerpo en el campo sin batalla. A la ejecución le precedía un silencio oscuro y triste, quietud de la madrugada en el amanecer.
Hoy empiezo este diario Concepción. Las cartas serán dudosas de llegar hasta tus manos. Este diario será la forma de estar cerca, cerca de tu mirada y de la calma de tus palabras. Llegado a Buenos Aires, cuando en unos meses hayamos levantado nuestra bandera en la Asunción, voy a dártelo, y con estos dedos que hoy tiemblan en la noche voy a señalarte cada paso de este camino, cada detalle del dolor y de la victoria. Lo voy a hacer mientras te sonría, mientras el abrazo arrugue las hojas.
Tengo que empezar por un hecho de orgullo. En el puerto del Rosario, antes de embarcar hacia Corrientes, le dieron al cuerpo médico el uniforme militar prometido con su respectivo grado. Nunca hubiera imaginado tanta emoción Conchita, tanto deseo de que me vieras allí firme entre mis camaradas, vistiendo el uniforme de la patria. Apenas somos unos cuantos para montar el primer hospital en el campamento, pero eso no importa. Estamos todos dispuestos a dar lo que nos toca. Vamos a completar las filas con algunos médicos del Rosario y practicantes de Córdoba.
El campamento desborda de entusiasmo a pesar de que las tropas de línea llegan como si ya hubieran peleado otra guerra, hambrientas y agotadas de tanto marchar. El rancho es escaso, nada llega desde los vapores; se rumorea que los comerciantes se han aprovechado de la situación para cobrarle al gobierno por mercancía escasa o sencilla. El ganado da lástima. Sin embargo los primeros días sólo hemos atendido ampollas de talones y fiebres. Los hombres que van a defender el honor de la bandera, ultrajado por ese ataque cobarde a Corrientes, son de hierro Concepción, se han forjado peleando contra las montoneras y defendiendo las fronteras de los salvajes. Para ellos el calor del sol es el techo de sus vidas y el frío de la oscuridad tan sólo una caricia. Sin embargo, desde ayer aquí se ha desatado una tormenta que no da tregua. El agua cae sin descanso, helada y gruesa. Durante el día se tolera pero de noche el frío es impiadoso. No alcanzan las horas para lograr que las tiendas se sequen, y peor aún, los uniformes que traen los soldados no son más que trapos mojados.
Ayer nos sorprendieron con una noticia. Cuarenta soldados del Brasil muertos; eran cambás. Nadie sabía las razones. Algunos hablaban de comida envenenada, los más alarmados de brujería y esas tonterías. Fuimos con Costa a contemplar el triste espectáculo y comprobamos lo peor y lo más lógico: estaban congelados. Hombres del norte, de los climas tropicales, mojados y peleando contra algo que sus cuerpos no conocían. Verlos perder la vida sin razón y sin poder demostrar el coraje, nos dio mucha pena. Si bien llegan buenas noticias desde Corrientes –Paunero se ha lanzado contra los paraguayos y los está corriendo de nuestro suelo- empiezo a comprender que quizá el enemigo no sea sólo el invasor, sino otras cosas que la guerra trae consigo, como si no fuera ésta un hecho forzado por el hombre para su triunfo o su derrota, sino una enfermedad, una peste que llega silenciosa y nos enfrenta con nuestra mortalidad. Nadie debería morir de frío o de fiebre en una guerra Conchita, no sin pelear ni pararse frente a la metralla. No hubo homenaje para esos soldados del Imperio, tan sólo los envolvieron en el mismo cuero de sus tiendas y los llevaron en carreta hasta el vapor para regresarlos a sus tierras. Yo les brindé mi homenaje hablándote de ellos y pidiéndote que le ruegues al Señor por sus almas, como lo hice yo. Por sus almas y por las nuestras.
Cuando salió al aire y a la brisa de la mañana vio cómo el sol se estrellaba contra los árboles; la lluvia se había ido con la misma calma con la que había llegado. Le habían ordenado carnear para el rancho. Habían llegado por la mañana algunas reces debidas, entre vivas y alivio de los hombres.
Caminó hacia el corral con sus compañeros, tratando de pensar que la faena era tan sólo un acto desagradable pero necesario para lo que vendría después, y después vendría la grasa de la carne crepitando sobre la leña, cayendo sobre la brasa con el sonido y el aroma del asado. Hacía ya una semana que se alimentaban con harinas, galleta y la grasa vieja que aún sobraba de la carneada anterior. Caminaron en silencio entre las reses. Sólo se oían los mugidos y las voces lejanas del campamento. El Manco sintió un regreso, una vuelta a su tierra y al mismo silencio que envolvía su vida antes que lo empujaran a la frontera, un regreso a los días que contaba desde entonces, con la esperanza de un retorno real y tangible. Los hombres que lo acompañaban eligieron una res y la enlazaron. Pasaron la soga por detrás de un árbol que ladeaba la tranquera y fueron tirando hasta atrapar a la bestia contra el tronco. Uno de ellos se colgó despacio del cuello, casi sin hacer fuerza hacia abajo, como si la abrazara para decirle algo en el oído. Lo miraron. El Manco tomó el facón desde su cintura y lo apoyó despacio sobre el cuello del animal. Tanteó con un dedo adelantado sobre la hoja la protuberancia de la vena. Deslizó el filo con fuerza y cierta velocidad, y apenas se alejó hasta ver los primeros hilos de sangre entre el cuero blanco. Después fueron borbotones de sangre caliente –un vapor rodeaba el torrente- cayendo en la gramilla. No pudo evitar recordarlo. Fue en Cañada de Gómez. Los hombres arrodillados, con las manos atadas en la espalda. No había la mirada perdida del animal, los ojos en blanco, la serenidad inconsciente. Las miradas de los hombres revelaban otras cosas. Una fuerza sacudía los cuerpos al momento del degüelle, entre dos y hasta tres para sostenerlos. Otros tan sólo esperaban, las lágrimas cayendo a un costado, sin mueca. El miedo sombrío en las caras y las risas. Entre ellos estaba él. También detrás de uno de los sacrificados, también su mano sostenía la empuñadora de uno de los cuchillos. Había visto la sangre llevándose algo más que el movimiento de la carne. No pudo evitar recordarlo, mientras la res caía, flácida y estúpida, a sus pies.
Después de los ejercicios de la tarde lo vio por primera vez. Ya se veía distinto entre el resto de los hombres macerados por el fuego de Pehuajó. Traía en la mano la rienda y al extremo de ésta el caballo, sereno como él. No lo arrastraba, seguía los pasos de los cascos como si caminaran juntos, como si fueran compadres conversando de los pagos y del cielo sin nubes que los cubría. Era un grupo de hombres que habían perdido sus compañías en la batalla y los iban a fundir en los cuerpos de línea. Todos avanzaban entre las tiendas, unidos por el orgullo de haber recibido ya el fuego, pero con la cautela de quién entra en casa extraña, mirando a los costados con curiosidad y respeto. El hombre solitario iba atrás. Quién sabe por qué, el Manco ya sabía que quedaría en su cuerpo, que armaría la tienda junto a la de él y que pelearía a su lado. No era un misterio del destino, ni el llamado de la historia a las grandes hazañas. Lo sabía porque sí, porque a veces las cosas sucedían, buenas o malas, y él ya las conocía. Quizá sólo minutos antes de que ocurrieran, el tiempo suficiente para que pudiera elegir otro desenlace y decidiera finalmente no hacerlo.
Tras ver llegar al hombre solitario, pensó que probablemente otros habían visto lo mismo hacía unos años atrás, cuando lo arrastraron a él hasta la frontera. La mirada de un extraño y el caballo paseando su estirpe entre las barracas del fortín, jinete cabalgando sobre la idiotez de la obra y la ceniza. Aquella vez no hubo ningún honor, ni fuego anterior, ni deseos de pelear por esa entidad ajena a la que los demás llamaban patria. Sólo resignación y una esperanza pequeña –ese día y los que vendrían- de que alguna vez podría escapar y volver. La partida lo había encontrado al borde de un arroyo. Estaba descalzo, pisando el barro para entrar al agua. No tuvo tiempo. Desnudo, sólo esperó a que lo rodearan y lo desarmaran. Cuando pudo comprender que eran soldados pensó que venían a advertirle de algo, o a pedirle que se alistara como voluntario para alguna montonera. Después escuchó los motivos y jamás lo hubiera imaginado. Al trote para el monte, camino al cuartel, preguntó si habían avisado a sus parientes. La respuesta fue un silencio que perpetuó la duda hasta que llegó la noticia de la muerte de su madre, y entonces supo que se había ido, sola, creyendo en el abandono y en el olvido de su hijo. Ese día, cuando quedó por su cuenta en el mundo, fue el último en el que creyó que había motivos por qué seguir, algo más sólido que levantarse todos los días y procurarse la comida, cuidarse la espalda para no morir y poder continuar levantándose al día siguiente.
Por la noche buscó al hombre solitario en el fogón y no lo encontró. Lo vio recostado, lejos de los demás, junto a la tienda que había armado cerca de la suya. El caballo estaba amarrado a uno de los troncos que la sostenían. Se acercó y el hombre solitario le ofreció un mate. Había tendido una manta casi debajo del animal y dormitaba acariciando una de sus patas. Tomó el mate y se lo devolvió en silencio. El Manco se presentó. Dijo, soy el Manco, y estiró la mano. El hombre solitario recibió el saludo sin decir nada y asintió con la cabeza. Se dio vuelta y no dejó espacio en ese instante de la noche para que le preguntara de dónde venía. Ni el Manco, ni nadie en ese cuerpo ni en esa guerra -salvo una persona que jamás lo revelaría-, conocerían el nombre de ese lugar.
El hombre solitario durmió junto al caballo todas las noches desde su llegada. No temía que lo pisoteara ni que lo bañara con orines a mitad de la madrugada. A veces el animal lograba recostarse a su lado, doblaba las patas para adelante y como si tratara de no aplastarlo se deslizaba despacio hasta caer para dormir lomo contra lomo, aprovechándose el calor. Los oficiales comenzaron a hablar. Todos lo hicieron. No es natural, no es cristiano. Tampoco compartía el fogón ni las rondas. El Manco solía llevarle aguardiente hasta los rincones en donde se refugiaba, acurrucado en la raíz de un árbol o junto al palenque en donde estaba atado el caballo. Agradecía siempre –el Manco tomaba ese gesto como un agradecimiento-, asintiendo con la cabeza y a veces cerrando los ojos. Ojos grandes y negros, rodeados de barba y bigote oscuros. Había bravura y melancolía en su actitud, más que nada melancolía, como si el arrojo que se advertía en su mirada fuera nada más que una forma de superar la tristeza. Las manos y el cuello llevaban la marca del cepo, y el Manco entonces comenzaba a elegir, de todos los rumores que marcaban el origen del hombre solitario, los que consideraba posibles: el mismo destino que el de él, una causa inventada que lo había llevado a la frontera y después a la guerra. Reclutado en las cárceles y llevado al frente a purgar la condena, la condena por haber matado; por eso las marcas, por eso el dolor que se podía leer en su cara. Quizá un personero a quien le habían pagado para ocupar el lugar de algún acomodado, alguien que disfrazaba su temor a la muerte. Todo esto se discutía en el fogón entre los hombres aburridos por la rutina de la campaña, el lugar donde se inventaban misterios y pasados. Siempre había un lugar para él en ese rumor, siempre que se escuchaba el relincho de su compañero, o cuando se burlaban del Manco por su compasión. Uno de ellos, uno de los soldados que había llegado con él, lo había visto pelear en Pehuajó. Lo recordó como un remolino de muerte. Se había enfrentado a unos paraguayos que lo habían rodeado para quitarle el pabellón. Con una mano sostenía el mástil y con la otra rebanaba carne. No había gestos, nada que pudiera notarse bajo la barba, sólo los ojos abiertos y exorbitados. Perdió el sable en una embestida y arremetió con la punta del mástil. Cuando la madera se deshizo fue caminando despacio, como si fuera a buscar leña para el fuego, hasta un montón de huesos que manchaban de blanco la tierra. De allí tomó un asta de toro y se defendió con ella. Levantó cuerpos con los cuernos, abrió vientres y rasgó brazos y piernas. Ensangrentado de pies a cabeza –no era su sangre- miraba alrededor buscando más cuerpos que lacerar; los paraguayos huían de espaldas, mirándolo como a un monstruo. Le gritaban. Tavy, tavy…añamemby.
La noche de ese relato el Manco se dirigió a su tienda y de lejos lo vio como siempre, junto al animal. También escuchó murmullos enredados entre los gemidos de ambos. Se acercó lo suficiente para hacer perceptible la voz, sin que lo pudiera ver o escuchar. Era un llanto apagado, un llanto contenido que variaba entre lamentos, nombres y culpas.
Es arduo y difícil pensar en viaje Conchita, son muchas las cosas que requieren atención y que se llevan la vista. El paisaje que se ha abierto a nuestro frente desde que emprendimos nuevamente la marcha hacia el suelo paraguayo, es sencillamente maravilloso. Como todo lo bello, también es indómito y por momentos, siniestro; ya voy a llegar a eso. Te había hablado del Rosario. Es una ciudad joven y hermosa, sus calles muriendo en el río. Me recordó a Valparaíso. Ni ese lugar que creí el más bonito desde que salimos de Buenos Aires se iguala a esto. Caminamos sobre un manto verde y brillante que esconde el agua entre sus pequeñas matas y camalotes. Todo es luminoso en el reflejo del sol, la lluvia se queda para que esa luz sea constante. Después de varias millas hasta llegar a Corrientes, viendo repetirse el paisaje como si alguien corriera con su imagen adelante nuestro, ver este paraíso que nunca es el mismo en horas y horas es lo más parecido a un milagro. Sin embargo no somos de aquí y la tierra nos lo hace saber. Es difícil avanzar. Las carretas se entierran en el barro o se estancan cuando las raíces se enmarañan en las ruedas. Le cuesta avanzar a la infantería que debe luchar contra el terreno y contra el cansancio. Los hombres caminan a veces con el agua hasta la cintura, con ese terror que nos envuelve cuando no sabemos qué le puede pasar a la mitad de nuestro cuerpo cuando no lo vemos. Cuando cruzamos el río y dimos nuestros primeros pasos en el Paraguay, muchos creímos que lo que restaba de guerra iba a ser una inevitable marcha hasta la Asunción. No es así. El ejército de López se protege y nos asedia. Conocen el terreno, han nacido aquí, descalzos se mueven en los pantanos y en las ciénagas como si fueran animales de los esteros. Cuando uno habla de la guerra en Buenos Aires piensa en otras cosas. Los hombres solemos contaminar los pensamientos con la gloria. Tenemos una pretensión estúpida de inmortalidad. Pero aquí las cosas son diferentes. Los hombres se destrozan, su carne se desgarra, cuelga de los harapos. Los hombres se retuercen de dolor sobre las mantas punzó. Mantas que eran blancas, Conchita. Apenas podemos intervenir con plasmas y ungüentos en mal estado. Lo que nos debería mantener cerca de la humanidad es la esperanza, pero aquí ya se ha ido. Los que no se mueren desangrados dejan pasar el tiempo hasta que la gangrena se les mete en la herida. Es cuestión de dos o tres días; a veces uno ruega que sea antes para no tener que lidiar con la impotencia de no poder detener el dolor. Esto no lo voy a escribir, te lo cuento en voz alta para poder espantar el recuerdo, la imagen de las manos apretando mis brazos cuando toco los tajos de metralla, los gritos y los gemidos. No lo escribo porque cuando llegue frente a tu cuerpo esto debe quedar atrás, dentro de mí pero atrás, para que no lo imagines, aun cuando es imposible imaginarlo.
Como si fuera poco, en las lagunas hay yacarés. Lo comprobamos hace algunos días y de la peor manera. Un soldado de la Guardia Nacional de Buenos Aires comenzó a rebotar en plena marcha, como si el mismísimo diablo lo arrastrase. Sin saber de qué se trataba se aferraron a él para frenarlo, pero luego de ver un remolino y a los demás hombres que perdían pie, desapareció entre los camalotes. Lo encontramos cuatro leguas más adelante, sin una pierna y con varias dentelladas en el resto del cuerpo. Lo sacamos de entre tres o cuatro más de las bestias que lo rodeaban para devorarlo. Las alejamos a lanzazos. El hombre todavía resiste y hasta pareciera que por momentos me sonríe cuando me acerco a hacerle las curaciones. Pero ya te he dicho que aquí se ha ido la esperanza. Estamos seguros de que no pasará de esta noche. Ayer, unos de los soldados que suele ayudarnos con los heridos, lo miró en la camilla y dijo que al menos las bestias mataban para comer. Todos allí supimos a qué se refería; incluso un oficial que debería haberle llamado la atención, se mantuvo callado. Ninguno de nosotros pudo decir nada ante tanta verdad.
El Manco creía a veces que se trataba de una mirada triste, que había un contorno de sombra alrededor de los ojos del caballo cuando éste veía desde arriba al hombre recostado bajo sus patas, y que esa sombra era un frente de compasión o de pena, una retribución por esa extraña compañía que desafiaba la cordura y la misma humanidad. También creía ver que compartían un color, que las crines eran negras cuando el hombre solitario recostaba el mentón y se confundían con la barba, con los ojos del hombre, con la oscuridad de la cara que no era ni la piel ni el hollín; que el resto del pelaje era marrón ocre o una mancha de colores desgastados cuando se recostaba en toda la extensión del lomo con los harapos que dejaban la batalla y la humedad. Cada noche se repetía el ritual –el Manco ahora los espiaba con regularidad, tratando de oír algo claro de esas palabras imperceptibles, bañadas en llanto-, los dos entrelazados o cerca uno del otro; el hombre hablándole, el caballo atónito, girando los ojos avispados como si estuviera sorprendido. Una noche lo vio insultando al animal, buscando entre sus ropas el cuchillo como para cortarlo. No estaba borracho, sólo lloraba más fuerte que nunca y lo culpaba de algo, como si fuera un cristiano. El Manco sabía diferenciar a un demente que lo había sido desde siempre, de los que se volvían locos por la tristeza. Conocía a muchos de esos, vagando por la inmensidad sin rumbo, propagando lamentos. Pero a ellos Dios no los había dejado nacer así, algo en la tierra los había alcanzado. No necesariamente por algo que habían hecho. El Manco a veces pensaba que el Creador tiraba los castigos hacia abajo y caían a cualquiera.
Los oficiales tuvieron que tomar una decisión. El Manco, para esconder la molestia que le ardía en el pecho, se convenció de que los oficiales tenían que reaccionar frente a la extraña actitud, casi herética y demencial, de dormir con un animal. El Manco se había convencido para aceptarlo. Le quitaron el caballo. Estaba prohibido que las tropas de infantería se movieran montadas y entonces hicieron cumplir las reglas. Lo llevaron a la división de artillería para tiro de los cañones, con el resto de las bestias que coceaban en una tranquera pequeña, dándose golpes de cola, trigo maduro al viento. El Manco no vio cuando se llevaban el caballo frente al hombre que los observaba, contrariando todos lo que los demás pensaban que iba a suceder: que iba a colgarse del cogote hasta que lo tuvieran que bajar a rebencazos. Pero el Manco imaginó, mientras le contaban, que detrás de esa mirada tranquila que seguía al caballo mientras se alejaba entre dos extraños, había una determinación, una decisión clara y resuelta.
Mudó su tienda cerca de la tranquera y cuando lo reprendieron por eso decidió llevar un poncho y dormir allí. El animal –agrandando el mito entre los demás- se recostó junto a él. El Manco a veces se acercaba para arrimarle algunas brasas; las noches seguían siendo heladas, aun cuando el sol de la tarde los ahogaba. Extrañaba entonces el río que cruzaba a unas leguas de su tierra, en sus pagos. Las noches allí eran cálidas y el rumor del agua corriendo ya le daba una sensación de frescura. Sólo por cumplir con el cansancio volvía a dormir bajo techo, porque podía quedarse en la orilla mirando el brillo plateado en la oscuridad y oyendo su murmullo. ¿Sabían cuándo lo llevaron a la frontera que alejarlo del río era el castigo? ¿Sabían que el desierto le secaba el alma?
Después de unos días sin recibir provisiones ya arreciaba el hambre. No había hacienda en el campamento y ya nada podían secuestrar de los alrededores. La harina era arenosa en la boca. No bajaba nada al estómago, no más que engrudo acuoso y saliva. Los hombres necesitaban carne y los jefes necesitaban que los hombres no pensaran, que no miraran con rencor el interior de las carpas donde ellos repasaban mapas o escribían sus cartas para la familia en Buenos Aires. La mirada debía estar fija en el horizonte donde se podía ver al enemigo talando árboles y disponiendo sus defensas. Les permitieron sacrificar algunos equinos para el rancho; los que habían perdido su jinete en la batalla, o los que no eran propiedad del ejército. Cuando llegaron a la tranquera el hombre solitario estaba tras el cerco, con una mano aferrada a las crines y en la otra el cuchillo disimulado en un poncho enrollado, detrás de su cintura. El hombre solitario pudo inferir que su historia, o lo que habían hecho de ella, había corrido demasiado rápido entre los fogones nocturnos, que se había trepado a la mente de los demás y los demás eran crueles con lo extraño y lo frágil. El hombre solitario no dudó que de todos los caballos elegirían el suyo. Los demás tampoco dudaron. Alguien quiso alcanzar la rienda desde afuera, asomado todo su cuerpo por encima de la tranquera. Quería que el hombre que estaba abrazando al caballo perdiera pie cuando éste se moviera. Pero el solitario dejó caer el poncho y comenzó el tornado plateado y feroz. Cortó piel, carne, lo suficiente para frenarles el paso, para dejar vencido también sobre la gramilla a quien sostenía el brazo desde afuera. Igual entraron. Se abrió camino entre ellos a planazos, a veces curvaba el filo y buscaba rasguñar. Las caras y las manos se llevaron una marca. Los hizo recular y él también salió de la tranquera a rematar el pleito, si era necesario. Por la espalda lo golpearon con un trozo de tronco pesado por el agua y el tiempo. Vio oscuridad y pequeños puntos luminosos en el apagón, después el suelo que se acercaba hasta sus manos. Quedó en cuatro patas, aturdido. Le dijeron –entre burlas- que ahora él también era un caballo. Lo dejaron inconsciente tendido en la tierra y se dirigieron a la tranquera. Cuando entraron, delante del animal estaba el Manco. Tenía también su brazo sobre el cogote como había hecho su compadre. También la hoja escondida, esperando para herir.
Por la noche, en el fogón, nadie habló de lo ocurrido. Se acercaron al Manco y le pidieron que le dijera al hombre solitario que agradecían el silencio; los que armaban barullo eran estaqueados. Cuando fue a decírselo, el hombre solitario lo escuchó. Sobre el final de las palabras le agradeció, seco y breve, el haber peleado junto a él. Le habló por primera y última vez.
Hoy he visto de cerca al enemigo; son los prisioneros que hemos tomado. Algunos pocos de Estero Bellaco y los de ayer. No encuentro diferencias con los nuestros, Conchita. Están igual de desnudos y de flacos. La misma mirada -¿Te he hablado de esa mirada?- de tristeza y de añoranza. Ellos no tienen a dónde volver. Sus hogares quizá sean el refugio de nuestras tropas, o pronto lo serán. En cambio mi casa, la mía y la de estos soldados con los que comparto la pena y el pan, nos está esperando. Tu sonrisa, nuestro parque, nuestras calles, todo eso está lejos; pero cerca de volver a verlo, si es que la muerte no nos arranca. Porque puedo decirte Conchita que estas tierras le pertenecen a la muerte, pueden verse sus huellas a cada paso. Ya nadie recoge los cuerpos, las carretas se empantanan con el peso y no hay tiempo de enterrarlos. Quedan allí, nauseabundos, con los ojos opacos mirando al cielo o detenidos en los bosques que rodean los pantanos, como si quisieran regresar a algún lugar sin tener la voluntad de ponerse en pie. Nuestro campamento en Tuyutí ha sido invadido por las moscas. Son millones. Caminamos envueltos en nubes de ellas y es molesto hasta respirar con la boca muy abierta.
Volviendo a los prisioneros, los oficiales les han ofrecido pelear en la Alianza contra el tirano. Se ha decidido esto a diferencia de los brasileros, que los embarcan como esclavos para sus plantaciones. Es intolerable tal infamia. No les basta con enviar al frente a todos los esclavos negros para que caigan como moscas. Y es justo decir que, a pesar de la indisciplina, son valientes y aguerridos. Si no fuera por ellos el combate de Estero Bellaco hubiera sido más terrible de lo que fue.
Lo cierto es que los prisioneros paraguayos aceptan pelear bajo nuestra bandera, pero a la noche, cuando la guardia está atenta a lo que vendrá de los pantanos –nadie quiere que se repita lo de ayer, cuando nos sorprendieron durmiendo y tuvimos varias horas con la victoria en otro campo-, los paraguayos se escapan vivando a su país y al tirano. Se van a riesgo de recibir fuego por la espalda, con información sobre nuestras posiciones. Son valientes como nuestros hombres, pero tengo la sensación, cada vez más clara y más persistente, que a diferencia de nuestros enemigos, nuestras tropas no sienten ese fuego, no hay entusiasmo ni convicción. Esta campaña se ha convertido para ellos en un encargo ominoso que deben cumplir para volver a su hogar, un trabajo de bajo sueldo, que además tiene la garantía de sus propias vidas. No quiero sentir esto, Conchita. Pero cuando afuera suenan las descargas y empiezan a traerlos, quisiera que esto termine como sea, bajo cualquier pabellón, que terminen la sangre y los gritos.
Después de Estero Bellaco se decidió entretener a la tropa. Trajeron mujeres al campamento. Los vi sonreír después de mucho tiempo. Ellas no sonreían. Caminaban con terror entre las tiendas. Compartieron el fogón y después los oficiales organizaron los encuentros, con ese extraño orden militar que aquí se aplica a todo, incluso a estas cosas. Colas en las tiendas, uno por vez. Dos o tres quisieron adelantarse, o quizá llevar a alguna de las mujeres al monte, para evitar las formalidades. Terminaron estaqueados, oyendo seguramente las risas y los suspiros agitados de los demás. Yo también escuché eso. Esto no lo voy escribir.
Cuando el Manco era un niño, un gringo criaba caballos en el poblado. Su madre tenía negocios con él y a veces lo llevaba a ver los animales que estaban atados a los árboles. No los encerraba en tranqueras, estaban amarrados a los troncos con cuerdas largas. A veces enloquecían y la soga los ahorcaba cuando saltaban. Podía notar la crueldad, y por más que su madre le explicara que ese hombre no podía construir una tranquera porque era viejo y que no tenía quién quisiera trabajar para él, nadie iba convencerlo de que no lo hacía por maldad.
En una de las tantas visitas, el gringo le dijo que la yegua había parido un potrillo; había nacido la semana anterior. Corrió a verlo. Era negro, el color brillaba en el sol. Parecía torpe en los movimientos y la soga lo ajustaba demasiado; la habían acortado para que permaneciera cerca de la yegua. El potrillo se incorporaba y la soga se tensaba hasta volver a tirarlo al piso. Estaba amarrado de una de las ramas más altas del árbol. Pensó que el viejo no tenía la destreza para construir una tranquera pero sí la tenía para treparse hasta allí. Decidió liberarlo. Trepó despacio, utilizando primero un tronco para darse el primer envión. Cuando estaba cerca de la rama en donde estaba el nudo, su pie se enredó en la soga de la yegua y la tironeó. El animal se inquietó y comenzó a moverse, con él atrapado en la soga. Resbaló en uno de los empellones y quedó colgando. Quiso darse vuelta en el aire para alcanzar otra vez la rama, pero cayó; cayó con todo el peso de su cuerpo sobre la mano izquierda. La destrozó por dentro, huesos y tendones. Desde ese día ya no sería su mano, sino un peso inerte que llevaría de por vida; apenas podía moverla desde su muñeca.
Un tiempo después pidió a su madre volver a ver al potrillo, pero le dijo que el gringo había muerto. Supo, ya grande, que se había ahorcado en el mismo árbol en el que él había estado colgando.
Días antes de Curupaytí los enviaron de reconocimiento. Se arrastraron con el agua cubriendo casi todo el cuerpo, el mentón quebrando la superficie y los brazos tanteando un fondo cenagoso. Deben llegar hasta metros de la antigua posición –les dijeron-, comprobar que no hayan vuelto a asentarse ni que hayan cavado trincheras o fijado artillería. Se revolcaron entre los cuerpos de la vieja jornada, los cuerpos de los hombres que dieron la espalda a la metralla tratando de escapar de la furia que ellos mismos habían desatado cuando atacaron el campamento argentino durante la noche, acuchillando y dando bayoneta a los hombres dormidos. El Manco pensó, cuando recordaba lo sucedido, que no era la mejor forma de despertar: un dolor agudo en el estómago, la sangre escapándose del cuerpo, una cara de odio tras los brazos que empujaban la muerte.
Delante de él, el hombre solitario también se arrastraba. Lo hacía con oficio, como hacía todo, concentrado pero a la vez indolente; decidido, pero no a que todo se resolviera con éxito, sino con esa decisión irresponsable que otorga el desprecio por la propia vida. La mañana del asalto había mostrado el coraje mentado. El Manco lo vio sobre el final de la batalla, cuando todos huían, cubierto de sangre como lo había imaginado en aquel relato de Pehuajó. Se adelantaba algunos pasos y arrastraba a los paraguayos de los pelos para despenarlos en un mismo lugar, el lugar que había elegido para pelear. Detrás de la escena, el Manco vio al caballo atado al palenque.
Llegaron y no vieron nada, no más que rezagos y ruinas recientes de la batalla. Esperaron un tiempo que después pareció eterno, mirando la espesura y los camalotes, –el enemigo solía salir de allí, como si pudiera respirar bajo el agua, como si no tuviera temor a los yacarés- , miraban con un deseo extraño, ese deseo que no se recibe con placer, el deseo que ese paisaje cambie, que algo se revele para no haber hecho inútilmente el viaje. Volvieron caminando. Se sorprendieron de la extensión que habían recorrido reptando por el agua turbia, la sangre y el barro filtrándose por la ropa y la piel. El Manco dio una zancada larga para evitar un cuerpo y su pie se clavó en un charco profundo que escondía otro cadáver. Su pie descargó todo el peso en el estómago y las gotas de la podredumbre saltaron hasta su cara, sus manos y su pelo. Pus y agua sanguinolenta, saliva inmunda de mandinga. Salió de un salto y se sentó en cuclillas sobre una raíz. No pudo contener el llanto. Se tomó la cara y al menos reprimió el sonido, fingiendo que algo le había irritado los ojos. Lloraba en silencio –como el hombre solitario en las noches-, oliendo la descomposición como si fuera él mismo el que se corrompía en vida. Los demás siguieron caminando después de haber ofrecido su ayuda sin recibir respuesta. Cuando levantó la vista, ya más sereno, el hombre solitario estaba allí. Le extendió el brazo para levantarlo y se fueron en silencio. Con el pañuelo que le abrigaba el cuello fue limpiando el agua podrida, pero el olor no se iba, el olor estaba en la misma tierra y en el aire, en el día y en la noche.
Si fuera una carta debería preguntarte por tu madre y por tus hermanas, por cómo sobrellevas mi ausencia y la de tus hermanos. Pero no tendría sentido preguntarte aquí, en este diario, por algo que nunca llegará a tus ojos sino a tus propios oídos cuando estemos juntos. He pedido ya la baja, pero creo que las cosas aquí son más difíciles de lo que todos esperábamos. Estamos cada vez más lejos de los hospitales de campaña, se hace necesaria y fundamental nuestra experiencia en los campamentos de batalla y en ellos apenas si podemos dar lo mejor que tenemos, que es muy poco.
Se ha decidido el asalto a las posiciones de Curupaytí; aquí hay muchas dudas y temor con respecto a eso. No he aprendido nada de estrategia militar, ni siquiera discutiendo con los hombres y los oficiales. Apenas tenemos tiempo con Costa de poder comer y descansar, como para andar internándonos en cuestiones de la campaña. Pero aquí todos son escépticos, todos menos quienes dieron las órdenes de cargar mañana contra el enemigo. Desde el campamento se pueden ver sus posiciones, sus pabellones flameando. A veces el viento trae el griterío y parece de júbilo y optimismo. Nuestros hombres andan de capa caída, mirando el suelo y el horizonte, silenciosos como nunca. ¿Presentirán la muerte Concepción?¿Estará ella, dueña de estas tierras como te he dicho, caminando entre ellos, soplándoles de cerca las orejas, burlándose, viendo cómo se les erizan los vellos de los brazos y la nuca? Ya te he dicho que no diferencia banderas; en el campo de Tuyutí había una alfombra de difuntos que abarcaba una gran extensión, y puedo asegurarte que cuando se descomponen, cuando el barro y las bestias carroñeras hacen lo suyo, ya no se parecen a nada, sino a ellos mismos, a lo que son, la muestra de algo que tiene que ver sólo con nosotros.
El Manco pensó cuando no tenía que pensar. Delante de él se abría el campo que los separaba de la hilera de abatíes que custodiaban, de punta y recostados, las posiciones paraguayas. Pero veía ese horizonte a sobresaltos por la carrera y por los hombres de la infantería que corrían delante de él, sus suelas agujereadas, las espaldas erguidas, las nucas transpiradas. El Manco pensó cuando nadie debe pensar. Acaso del resto de esos hombres alguno intentó calcular, mientras corría, cuánto tiempo tardaría el hombre que sostenía el pabellón en llegar al punto exacto en dónde la metralla del enemigo podía impactarlo. Mientras tanto comenzaron a caer -no por el fuego- los que corrían a su flanco. Caían en los esteros, trastabillando en la masa viscosa de tierra, agua y vegetación. Las cortinas de barro precedían al bulto que se desmoronaba y este volvía a emerger, rabioso y fugaz, como si quisiera llegar primero que nadie a ese punto crítico. Eso hacían, justamente, los que no pensaban. Si el Manco hubiera caído podría haber demorado su renacimiento, el peso de su uniforme mojado lo habría hecho correr más lento para rezagarse. Alejó ese pensamiento. No podía evitar tenerlo pero sí había desarrollado la habilidad para no dejarlo avanzar sobre su voluntad. Siguió a la misma velocidad, con la bayoneta hacia delante, gritándose a sí mismo como lo hacían todos, entonces era un grito informe y estridente, algo que debía llegar a los oídos del enemigo como un alarido salvaje. Ya podía distinguir a los hombres detrás de los abatíes. También a las pequeñas nubes de sangre, astillas de hueso y ropa que estallaban en las primeras filas. Comprendió que no podían pasar más allá de un límite claro que se dibujaba entre el terreno que faltaba para llegar hasta los abatíes, y la confusión y el caos de su bando que tenía otro color y otro sonido. Miró a su alrededor. Miembros y cuerpos por doquier, la tierra roja. La caballería y la infantería daban vueltas, entreverados y perdidos, tratando de esquivar el fuego que venía del frente y de una batería giratoria protegida en un ángulo por los pantanos. Algunos pocos que venían de atrás lo empujaron a seguir. Traían consigo la orden de tomar esa batería. Lograron pasar esa franja de muerte hasta el campo abierto. Veía y escuchaba ahora las descargas paraguayas, los zumbidos del plomo que lo rozaban o que volteaban a quienes ladeaban su carrera. Los árboles absurdos que se erguían en el campo volaban en pedazos. Fijaron posición, sin protección alguna. La artillería brasileña había tosido toda la jornada sin lograr debilitar la fila de árboles y trincheras que protegían al enemigo. Recomenzó su fuego cuando ellos, unos veinte quizá, se separaron de a dos metros para disparar. Por detrás la infantería se acercaba, pero aún no podía avanzar lo suficiente. Estaban solos y dispersos cuando los paraguayos saltaron el cerco de abatíes y se lanzaron al ataque, cuchillas y fusiles en mano. Trataron de repelerlos, pero los fulminantes no explotaron al primer golpe de gatillo y cuando practicaron el segundo intento ya estaban encima. El Manco recordó otros instantes como ese, cuando un silencio sobrenatural rodea las cosas, cuando ya no hay más tiempo que ese, un tiempo caprichoso que se puede acelerar o demorar según el deseo de extender el sufrimiento, o de apurar la brevedad del alivio. Hizo el movimiento recto con la bayoneta sobre uno de los atacantes, acaso tarde, porque no hubo espacio para el envión y el filo se clavó apenas; tuvo que empujar fusil y hombre hasta que este último cayó y pudo rematarlo en el suelo. Pero el trajín lo hizo descuidar la espalda. Eran pocos para cuidarse entre sí. Lo ensartaron en la cintura. Cayó junto a su víctima anterior, con los brazos abiertos y de cara al cielo que se cubría de nubes, la luz que se iba apagando y que se volvía sombra. Vio la lanza con su sangre, una tacuara rústica con trapos colorados y azules, elevándose sobre su cuerpo para después despenarlo. Sentía en ese breve instante de terror un escalofrío que nacía desde su espalda y se extendía hasta sus manos y sus pies. La lanza cayó, pero no sobre él. Alguien la recibió, alguien se interpuso, acaso intentó detenerla con una montura o un poncho y no fue suficiente. A punto de desvanecer, vio a su lado a soldados paraguayos desnudando cadáveres y vio también cómo la lanza que le tocaba en suerte atravesaba a su salvador. Eso fue lo último que vio –no más que imágenes turbias y veloces- antes de cerrar los ojos.
Solía zambullirse en ese río y dejarse llevar por la corriente que parecía leve. Tenía fuerza, pero era una fortaleza velada, no podía verse a simple vista, sino sentirse o marcar un punto de referencia en la orilla y ver cómo se iba alejando. Él cerraba los ojos. Primero lo deleitaba la sensación fresca que le recorría el cuerpo, la espalda ya no era parte de él, pero los brazos y las piernas se hundían y emergían acentuando la frescura o el calor del sol. Después creía volar, y cuando ya perdía conciencia del río, flotando en la nada, abría los ojos y miraba las ramas de los sauces sobre él, y era un pájaro. No un gorrión o un jilguero, aves de andar rasante y veloz, sino un gran pájaro planeando entre las corrientes de aire, siempre a punto de caer, siempre levantando vuelo.
Otra vez ha pasado demasiado tiempo sin acercarme a este diario. Es fácil saberlo, fueron casi ocho meses desde la última vez que mi letra vacilante te describía la noche anterior a la batalla, la horrorosa y decepcionante Curupaytí. En todo este tiempo ha pasado poco por fuera de este cuerpo, en el tiempo y la vida que transcurren entre nosotros. Pero muy dentro de mí algo se ha encendido, algo que no puedo explicar ni comprender y que me empuja, me obliga Conchita, a dejar de creer en cosas que creía sagradas e indiscutibles. Es un tormento, sé que lo pensarás así y así lo vivo.
Nos han llegado las noticias de que el cólera ya está en Buenos Aires. Un terror indescriptible me asaltó pensando en eso. En mayo la enfermedad envolvió el campamento. Murieron miles. Caen sin más. Piras de cuerpos y el olor a cabello chamuscado y putrefacción. Y esa peste llega cerca de ti, sin que nada ni nadie, incluyéndome, puedan detenerla. La peste no es la fiebre amarilla, no es el cólera, la peste es los hombres, la peste es esta guerra que extiende su brazo de muerte hasta nuestras casas, hasta nuestros niños, nuestras viejas cosas. Nada está a salvo.
El día de Curupaytí algo ocurrió. Llegaban los hombres agonizando, desmembrados y lacerados como en cualquier otra batalla. Entre ellos llegaron dos con una historia. Ellos ya no podían contarla, estaban moribundos. Los soldados que los llevaron hasta la tienda los rodearon rezando, sobre todo al que había intentado salvar al otro, poniendo su cuerpo contra el arma del enemigo. No era un héroe Conchita, quiso esa muerte. Con el último esfuerzo me acercó a sus labios y me habló. Me confesó un terrible secreto y me hizo prometer algo que voy a cumplir. Los dos murieron.
Desde que me han negado la baja, hace ya un tiempo, no he vuelto a pedirla. Costa murió con la epidemia como tantos otros; el país ha perdido a un valioso hombre y yo a un gran amigo. Quedamos pocos con experiencia en el cuerpo médico. Pero aún así voy a volver a insistir con la baja y si no la consigo pensaré en otra cosa. Debo llevar un caballo a dos niños, los hijos del hermano de un hombre al que le he jurado cumplir esa promesa. Un lugar que no conozco, perdido en la inmensidad de nuestra tierra, me espera. ¿La tierra es de los hombres Conchita? ¿Los caballos que nacen libres en ella también son de los hombres? ¿La tierra y los caballos son motivo suficiente para matar a un hermano? El animal está allí, en el tajo de luz de mi tienda, mirando y oyendo mi voz. Sin entender –ellos no entienden Conchita- estas cosas que digo y nunca serán escritas. Ni en este diario, ni en ningún lugar.