Estoy convencido de que escucha el ruido de la moto y sale a recibirme y que no lo hace porque tiene hambre. Que él, como yo, al final del día necesita comprobar nuestra compañía, saber que desplazarnos por el mundo, él por las terrazas y yo por el asfalto, es una operación más segura y previsible si sabemos que en esa hora, en ese lugar, vamos a vernos. Yo he tratado de aprender ‒sin éxito‒ su sigilo, su indiferencia medida; él ha aprendido de mi la confianza en los libros: se duerme en las tapas, se esconde en los huecos de la biblioteca y pestañea cuando lo encuentro; dicen que es una señal de afecto. Eso sí he logrado aprenderlo, lo hago cuando me mira y me responde. Tenemos largas conversaciones en las que cada uno imagina lo que el otro ha dicho. Vivimos en esa armonía de malentendidos, de imposibles pertenencias. Ya come helado conmigo, también queso, creo que hay algo de ironía en esto último, un sarcasmo sobre mi ignorancia. Desciende de dioses, de conjuros, de viajeros oceánicos, de reyes y depredadores. Y está acá conmigo, con todo sus secretos y su ternura.