La novela El aserradero comienza resignificando el concepto canónico de leyenda, aquella historia cuyo origen guarda cierto vínculo con un hecho cierto, comprobable, sometida después a las derivas de la imaginación y de la fantasía. Empieza también allí, quizá inadvertido para el lector, una filtración por la porosidad que separa la ficción de lo que no lo es, porque en el mundo, único y original, que contiene El aserradero, esa leyenda de la biblioteca enterrada, una leyenda que por fuera de la novela es ficción, es decir, no remite a ningún hecho cierto, en determinadas manos tomó la forma de algo real, al menos en la memoria que esos lectores tienen de los eventos consignados como reales. Y puede ser más complejo aún. También existe la posibilidad de que ellos mismos estén ficcionando, porque ninguna memoria es completa por sí misma, nadie recuerda todo fielmente, sin errores ni olvidos. El único que pudo hacerlo fue Ireneo Funes, un hombre de Fray Bentos, un Fray Bentos que sólo existió en un cuento de Borges.
Después de la presentación en la Feria del Libro de Rosario conocí a María Julia Blanco, autora de un documental bello, cargado de poesía, que se llama “Desentierros. Qué hacer con el olvido”. En él, Julia filma el desentierro de la biblioteca de su padre en San Gregorio, enterrada cuarenta años atrás, y reconstruye ‒o intenta reconstruir‒ la memoria de ese hecho, juntando pedazos incongruentes y contradictorios que son los recuerdos que su familia, y especialmente su padre, tienen sobre ese día. Pude tocar un libro de esa biblioteca. Con las manos sobre esas hojas ásperas y conjeturales, aquello que era ficción ‒y dentro de la ficción una leyenda‒, devino en algo real y tangible.
Cuando escuché algo muy parecido de los labios de Juan Cristiá, el dueño de otra biblioteca enterrada que nunca pudo encontrarse, pensé, como si se tratara de un tesoro arqueológico esquivo, casi mitológico, que cerca de mi casa había libros bajo tierra esperando que alguien los buscara. No tenía idea, ni siquiera una aproximación de dónde podrían estar; Juan falleció algunos meses después de aquella conversación. Imaginé entonces ese mundo del aserradero para que Victoria, Chipi y su padre lo hicieran por nosotros.
La novela fue encontrando sus propias leyendas, es lo más importante. Creo que mi papel ha pasado a ser solamente el de un contrabandista, alguien que debe hacerla llegar a cuantas manos sean posibles, para ir ‒por ahora‒ dibujando un mapa de bibliotecas enterradas. En definitiva, ese es el terror de los que pergeñaron el Operativo Claridad, un terror que compartieron con los nazis, con los franquistas, con los perseguidores de Confucio o con el Santo Oficio, los libros como vectores de conciencia, como mechas de la rebelión. La idea demente de que la circulación de un libro es como el avance silencioso y eficaz de un virus.
A través de Ana Correa, con quien compartimos la presentación en Buenos Aires, nos llegó el relato de Lucio, quien en el fondo de su casa en Morón tiene enterradas unas cuantas pilas de la revista “Crisis”. Es posible que alguien esté pensando por qué siguen ahí, como tantos otros libros. Yo me he hecho esa pregunta. Hay una ilusión ingenua de encontrarlos intactos, como si la tierra no se moviera ni se inundara, como si el tiempo fuera piadoso con las cosas. Supuse alguna vez que desenterrar las bibliotecas, o los restos de ellas, era ganarle una batalla a quienes se empeñaron en quemarlas y destruirlas, mostrarles algo que no pudieron tocar, algo que siguió su destino a pesar de los decretos, las guillotinas y las fogatas. María Julia, que también recibió más de una vez esa pregunta, piensa ‒con dudas, con esa dulce curiosidad con que piensa todo‒ que no ir a buscarlas es una manera de sentir que todavía están ahí, a salvo, con los mismos colores y formas con que fueron enterradas.
Luciano Arancho, un compañero y amigo, se comunica por teléfono con otro compañero, Iván Pérez, para organizar la proyección del documental de Julia en una sala del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos. Luciano explica por el móvil que es una biblioteca enterrada en San Gregorio y del otro lado Iván pregunta con quién está, cómo sabe eso, si él nunca se lo contó a nadie. Iván también es de San Gregorio. Su padre también enterró una biblioteca en el gallinero de su casa. Lo va a contar entre lágrimas después de ver el documental, y todos, o quizá yo y María Julia, vamos a estar pensando hasta dónde puede llegar este mapa, si las bibliotecas pueden estar tan cerca una de la otra como para trazar vías y caminos, si ya podemos hablar de una especie de babel intraterrestre, de sistema de túneles emparedados por lomos y volúmenes.
Carlos Núñez conoce una historia que ahora comparte con todas las vecinas y vecinos del barrio La Tablada, porque la contó en su programa de radio; yo estaba ahí, escuchando incrédulo. Fue la primera de una serie de decenas de historias sobre libros bajo tierra que empecé a recibir después de publicar El aserradero. Y perdón la autorreferencia, o la promoción velada o quizá la pedantería. Quiero que entiendan que esa novela ya no es mía, la historia ya no es mía, las cosas que se mueven antes y después de su lectura, no me pertenecen. Son colectivas, como toda historia, muy a pesar de las formas románticas y épicas en las que solemos escucharlas. Carlos contó que tras el golpe Juan Carlos Zabalza, militante socialista y después funcionario de varios gobiernos democráticos, fue a buscar a Orlando Lepratti, el papá de Pocho. Fue a buscar a un compañero de otro partido, alguien en quien confió, quizá por amistad, quizá porque los unía el espanto, esa frase que tan bien cabe en el derrotero del campo popular argentino. Lo hizo para que lo ayudara a enterrar su biblioteca. Una más. Pero el alma del relato no es este. No se agota aquí, en un punto más del mapa que habría que marcar con los testigos. Cuando se fueron, cuando volvimos a nacer ese treinta de octubre del ochenta y tres (días más, días menos), Juan Carlos volvió a buscar a Orlando, esta vez para desenterrarla. Como una celebración. Como quien comparte el pan en su mesa. No creo que haya metáfora más fiel de lo que sufrimos, de lo que nos obligaron a hacer, de lo que decidimos no hacer, ni entregar ni resignar a pesar del miedo que nos soltaron, un miedo muy parecido al que le tenían a los libros.